
Esperé la caída de la noche para tocar a la puerta del apartamento del reparto Ángel Alberto Galañena, en La Fe, donde vive Efigelia Flores Rives, rodeada de hijos, nietos y bisnietos. Los muy ancianos –pensé– se alimentan temprano; pero no resultó así, ella había comenzado a comer y no quiso, de ningún modo, hacerme esperar siquiera unos minutos. Nuestra entrevista estaba concertada con anticipación y la aguardaba con verdadera impaciencia.
A los casi 95 años –nació en la finca Las Tunas (ahora Libertad, cerca del poblado Argelia Libre) el 27 de octubre de 1927– conserva una memoria prodigiosa y su lenguaje es fluido, con riqueza de imágenes, donde apenas se nota ese apagar de voz que acompaña a la ancianidad.
“¿El aeropuerto de Santa Fe? ¡Claro que lo recuerdo! Hubo etapas con dos o tres vuelos diarios, repletos de personas que venían a curarse con las aguas termales. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial cuando se inauguró. Por ahí se transportaba mucho pepino rumbo a Nueva York, después pusieron el zeppelín…
“En el parque… estaba la casa del Gallego, la bodega de Rogelio, el Chino, y una accesoria donde vivía cantidad de gente, la tumbaron e hicieron el Bar de Kero.Todo alrededor lleno de establecimientos, y música en todas partes. Quien vio a la Santa Fe de entonces, con tanto entra y sale de visitantes, y venga ahora…, no sabe dónde está”.
Allí, a diferencia de Nueva Gerona, no hubo prostíbulos, asegura Efigelia, cuyo marido fue bastante “resbaladizo” y “se corría por ahí… a cada rato.
“Sí había un lugarcito… –el gesto de sus manos sobreentiende otras cosas– detrás de lo que es ahora el restaurante Las Delicias, con meseras jovencitas, bailadera y parranda, solo para hombres: el bar de Tita”.
Sus recuerdos van ahora al centro de nuestra entrevista.
“Comencé a trabajar como suplente en la lavandería y luego fui camarera en el motel (ahora hogar de ancianos Andrés Cuevas Heredia) después de que quemaran el hotel, en el ’61. El motel era parte del hotel, y tenía su mismo nombre. Eso fue un crimen de los contrarrevolucionarios, quemar el hotel Santa Rita: era lindo, lindo…
“Un poco más abajo estaba La Cascada, una piscina natural con agua corriente todo el tiempo, local para cambiarse y guardar la ropa, además de muros que al represar aumentaban su profundidad, trampolín y puentecito sobre el río. ¡Siempre estaba llena de gente, hasta en invierno!”
Efigelia piensa un momento, y revela lo más sustancial: “Un poco más abajo se encontraban los famosos manantiales de hierro, de la vista y de magnesia. Todo, hasta La Cascada, lo echaron a perder cuando construyeron el motel. Al triunfo de la Revolución todavía no estaba hecho su sistema para el tratamiento de las aguas y lo habían puesto a descargar directamente al río… ¡Una barbaridad!”