En México, según la autora que venimos siguiendo, están registradas más de 100 flores comestibles. Y al igual que en otras regiones del país, su consumo mayoritario –hervidas, fritas, al vapor o asadas– corresponde a tres familias botánicas: cucurbitáceas, leguminosas y agaváceas.

Nosotros no tenemos, y no por escasez sino por desconocimiento. Y sobre todo por estar unidos a una larga e invariable tradición culinaria, la hispano-africana.
Volviendo a la tradición gastronómica mexicana, veamos el modo de preparación que allí es común para una flor correspondiente al primer grupo botánico mencionado: la calabaza. Se limpia (quitándole los pelos rígidos de los tallos) y fríe con cebolla y epazote –planta medicinal, muy aromática, conocida entre nosotros como apazote–. Las flores así preparadas complementan caldos de pollo o las tradicionales quesadillas, tortillas de harina de maíz o trigo rellenas con queso.
Entre las recetas más frecuentes está la crema de calabaza; para lograrla las flores se muelen con leche y un poco de harina, como espesante.
El amplio consumo que hacen los mexicanos de esta flor, las contiene también como ensaladas, rellenos, fritas o como adorno de platos para realzar su vistosidad.

Los cubanos estamos perdiéndonos todo esto, cuando nos sería muy conveniente adentrarnos también en este campo, el de las flores como alimento del siglo XXI.
En tal sentido, les comparto 20 años de experiencia personal –desde que me motivara el libro de la doctora Alejandrina Peña Remigio–: los jazmines y la flor de Marpacífico moñudo. Los primeros, caramelizados en dulce de leche, donde forman grumos o concreciones aromáticas. Muy apetitosos. Y la segunda, adobada como la yuca: vinagre o limón, sal y aceite. Capaz de sustituir a cualquiera de nuestras ensalada, y con la ventaja de estar disponible casi todo el año.