El morterete que primero hizo fuego

Soy de los nacidos después de 1778, cuando el hierro fundido sustituyó al bronce en la fabricación de cañones. De mi infancia solo conservo un recuerdo: la enorme broca que taladraba mi ánima, ese caño repleto de pólvora por donde lanzaría metralla o balas huecas.

https://en.wikipedia.org/wiki/Swivel_gun

Cuando me cargaron por primera vez, en mis disparos de prueba, me sentí poderoso, con un tronar de gigante capaz de hacer temblar a cualquiera.

¿Si alguna vez entré en batalla, antes de llegar a Isla de Pinos? –pregunta usted, y le respondo: Nada recuerdo. Fueron los españoles quienes me trajeron, eso puedo darlo casi por seguro porque soy típico de su artillería más antigua y estuve tantos años a la intemperie… ¡cuánto me duele!…   abandonado en el patio trasero de su casa de gobierno.

Su residencia de desgobierno… El Ayuntamiento colonial (ese mismo) ahora convertido en Museo Municipal donde, otra vez, permanezco a la intemperie y olvidado (como en mudo reclamo por mi pedestal, modesto, en la tradición pinera)… porque, hasta ahora, no me reconocen ni congratulan que estuviera allí, en el centro del acontecimiento, e hiciera fuego en ocasión tan grandiosa y fueran muchas… muchas veces aquel día, memorable.

Pero no adelantemos lo que sucediera.

Soy de avancarga, o sea, por la boca me ingresa todo lo que habré de disparar. Soy pequeño y panzudo, pero también de calibre más grueso que los cañones largos de igual peso. Detalle que agradece cualquier artillero porque me puede trasladar y emplazar sin tanto esfuerzo.

Y esta fue, quizá, mi suerte fundamental, aquella por la que se me escogió, por si acaso…

No recuerdo si fue a pleno día o de noche, pero ocurrió como un secuestro, en silencio y rápido… Sobre una carretilla de aguador enrumbamos una calle de tierra, camino a la casa de alguien desconocido. Allí me quitaron el óxido de tantos años, me preservaron con betún y ocultaron bajo una manta, listo para hacer fuego.

Aquel día de marzo, el 13 de 1925 para ser más exacto, cuando entró el cablegrama, salió el telegrafista en desaforado correr y con la cinta de la noticia en las manos.

— ¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡La Isla es nuestra! –decía, y la mostraba como una bandera. ¡Se jodieron los yanquis! ¡Se jodieron!

El tratado Hay-Quesada había sido ratificado. Isla de Pinos dejaba de estar en entredicho, quedaba, desde ese momento y para siempre, bajo la soberanía cubana.

Diez minutos después, Enrique Bayo Soto me emplazó en plena calle, frente a la Sociedad Popular Pinera y detoné mi primer zambombazo. Dudo que otro disparara con más ganas. Inicié el cañoneo nativo (ese es mi mérito). Luego participaron todos, agregando sus cohetones de carnaval. A cada instante un reventón, y así hasta el infinito. Toda la ciudad llena de humo, de olor a pólvora, de sabor a batalla ganada.  El cañoneo de la victoria, tremolado hasta dejar sordo a tanto colono norteamericano, despavorido y en su frustración más amarga.

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