Valor humano de un pronóstico meteorológico

Llegué a la estación meteorológica de La Fe a mediados de semana, en una mañana con cielo cargado de nubes, amenazando la llegada de un aguacero inminente.

“Aquel rayo nos puso fuera de servicio el grupo electrógeno”. Foto: Wiltse Javier Peña Hijuelos

Yadieska Peñalver Anaya, la observadora de guardia, recortaba un papel cuadriculado para cargar el equipo que grafica el registro continuo de los vientos, su dirección y velocidad.

Por ella supe que su colectivo lo integran ocho compañeros, mitad hembras, mitad varones. Todos pertenecen a la delegación territorial del Citma, en su sección de Meteorología. Realizan la recogida de datos en tres perfiles diferentes: actinométricos, agroforestales y sinópticos.

A los últimos se da, en propiedad, el nombre de Observadores Meteorológicos, aunque en la práctica todos comparten esta responsabilidad.

“El observador –explicó Yadieska– debe salir a recoger los datos cada dos horas y 45 minutos para enviarlos de inmediato al Centro de Pronósticos radicado en Nueva Gerona”.

Cada salida los lleva a unos 40 metros, donde están los sensores del comportamiento atmosférico. Y debe realizarse día y noche, sin fallar, incluso a pesar de condiciones climáticas adversas.

“Por el día no hay problemas –dice–, estamos casi todos aquí, pero en las noches… una sola persona, y la mitad de las veces es una mujer”.

Justo en este momento tengo la posibilidad de comprobarlo: no hubo un golpe mínimo de aire frío que anunciara la llegada del aguacero, pero llegó… ¡y de qué forma!  Reventó una descarga eléctrica y detrás, sin transición, un palo de agua brusco e intenso.

“Se mojan los equipos”, dijo Yadieska y salió corriendo, sin protección alguna, ni siquiera un nailon sobre la cabeza.

Bajo la lluvia, protegiendo lo puesto a su cuidado. Foto: Wiltse Javier Peña Hijuelos

Mi cámara guardó la imagen, una muchacha bajo la lluvia que se olvida de ella, y de los rayos, para proteger lo puesto a su cuidado.

No la abracé a su regreso, aunque puede ser una de mis hijas;  estábamos solos. No logré demostrar mi admiración, pero sí preguntarle: “¿No tienes miedo a los rayos?”  Sonrió, “…un poco, como todo el mundo”

Luego supe, por ella misma, que la semana anterior “cuando pasó la tormenta eléctrica nocturna, una de las descargas cayó sobre la Estación Meteorológica. Aquí, aunque parezca increíble, se trabaja bajo las peores inclemencias del tiempo, no hay pararrayos. Arrancó un boquete en la pared, fundió todas las lámparas, rompió el grupo electrógeno y esto quedó a escuras…” Una mujer, sola, hacía de observadora meteorológica. Por experiencia, se había refugiado en la pequeña salita, donde no hay equipos, y tenía los pies recogidos sobre un mueble de madera.

Lo cuento no para hiperbolizar un hecho sino para compartir la idea de cuánto puede costar ese pronóstico, esa alerta temprana tan oportuna que recibimos cualquier día, previniéndonos contra posibles desastres en plena temporada ciclónica.

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