A partir del próximo 20 de enero tendremos al mismo magnate, hierático y pelibatido, sentado otra vez en la más alta silla de los Estados Unidos de América, el republicano Donald Trump, quien asume esa magistratura como el cuadragésimo séptimo (47) presidente de la nación más rapaz del mundo.

Ahí lo tendremos por cuatro años; o quizás otros ocho, si logra un segundo mandato. Una realidad a la cual tendremos que ajustarnos. O mejor dicho, a la cual nos dejó enmarcados desde su primera etapa. En realidad, nada nuevo.
Obama y su equipo de gobierno se percataron de que la aplicación del bloqueo no había dado resultados en tantos años, y decidieron cambiarla, buscar otras vías para hacer lo mismo. Nunca renunciaron –y así lo dejó muy claro– a cambiar el sistema de gobierno cubano.
Trump tenía y tiene otro punto de vista. No eliminación del bloqueo, rechinar la tuerca hasta el estrangulamiento definitivo. A esto nos enfrentamos ahora, una vez más.
Biden y Kamala, en los casi tres meses que le restan –sin riesgo político alguno– y movidos por el agravio de los resultados electorales, podrían jugársela a Trump y, al menos, quitar a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo. Es algo que está por ver, sobre todo teniendo en cuenta que detrás del trono, como de cualquier otro ejecutivo norteamericano, determina el complejo militar-industrial, aunque a efectos de la “democracia” no aparezca en primer plano.
De momento, considero que no seremos prioridad para el Trump recién ungido. Tiene un compromiso más grande, que centró buena parte de su campaña electoral: hacer que la guerra en Ucrania termine de ahora para ahorita, como si dos críos se estuvieran despanzurrando y llegara el grandulón del barrio, “A ver, se acabó la bronca; dense las manos como amiguitos… ¡y a jugar otra vez, que aquí no ha pasado nada”.
En cuanto a Cuba, instrumentará dos o tres medidas adicionales a las más de 240 que dejó en aplicación. Nunca renunciará al uso de las armas, pero con nosotros las considera innecesarias. Somos, en su opinión como en la de sus antecesores, el espantapájaros conveniente que le permite ahuyentar a otros díscolos, “demostrar que somos un sistema fallido” y evitar que estos caigan en la tentación de hacerse socialistas.
Y todo ello, sin variar un ápice la médula internacional de sus proyecciones. Ya en 1948, George Kennan, en un memorando secreto al congreso de los Estados Unidos, apuntó: “Poseemos alrededor de un 50 por ciento de la riqueza del planeta, pero solo un 6,3 por ciento de su población (…) No podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra verdadera tarea en el período venidero es diseñar un modelo de relación que nos permita conservar esa disparidad (*)”.
En otras palabras, tengo las armas y son para usarlas. Quien me estorbe, lo quito del medio. Vivo o muerto. Pero la disparidad, a mi favor, se mantiene a cómo de lugar. La gran riqueza de este país es solo para norteamericanos, no para compartirla.
(*) Publicado en, La historia silenciada de los Estados Unidos, por Oliver Stone y Peter Kuznick, editor digital Titivillus, 2012; pág. 251