
A tal distancia en el tiempo, muchos pormenores y otras circunstancias de aquella época tan convulsa necesariamente se nos escapan. Tanto más cuanto el protagonista principal, José Martí, de pluma tan abundante y rica en otros temas, guardó en este un silencio hermético.
Sabemos y consta en documentos que llegó a esta isla, a la finca El Abra, del catalán don José María Sardá y Gironela, el jueves 13 de octubre de 1870.
¿Qué visión tenía el adolescente de diecisiete años, ocho meses y trece días de este hombre, en apariencia su protector? ¿Cuál podría tener -apunta la lógica más sencilla-, si venía de cumplir trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, donde Sardá era el arrendatario principal; o sea, el hombre a cuyos bolsillos iba a parar buena parte de la riqueza arrancada a la piedra con el trabajo forzoso de los reclusos?
I
A la mulata pobrísima, salida de la Casa de Beneficencia, doña Trinidad Valdés y Amador, madre de los hijos de Sardá en esta Isla y que tenía entonces 43 años, luego remite Martí, desde España, un crucifijo con una cruz negra, de ébano.
Al generoso Sardá que nos han traído los cronistas del tema, repitiéndose unos a otros, Martí no escribe una sola línea. Jamás hace mención a su pretendida bondad ni le agradece en forma alguna por mediar para la conmutación de sus trabajos forzados por la pena de destierro.
¿Cómo explicarlo?
Don José María Sardá y Gironela, era para mí un hombre de su tiempo. De un tiempo muy convulso. Debió ser hombre práctico y muy osado. Curtido en los riesgos de los negocios, de la fortuna.
Y no era cobarde.
Cuando aceptó traer a Martí, alojándolo en su propia vivienda, asumía un riesgo enorme. Bien lo sabía. Estaba muy reciente, inclusive, el embargo de todas sus acciones en la Sociedad de Fomento Pinero con el pretexto de que su presidente, don Carlos del Castillo, era infidente y desafecto a la corona española.
Para nada se tuvo en cuenta que Sardá vistiera el uniforme de Comandante de Voluntarios. Era catalán, rico y esclavista… pero no castellano ni aragonés. Por tanto, a los ojos del gobierno era un paisano tan poco confiable como un cubano cualquiera. Rico. Buena presa, y… estaban de moda las denuncias por infidencia para quedarse con los bienes del “desafecto”.
Al joven Martí se le debió explicar esto de algún modo. Y con su clara inteligencia entendió muy bien la necesidad de usar la máxima reserva, entonces y después.
Sardá quizás lo viera, es lo más probable, como un dolor de cabeza para su familia u otra de las tantas víctimas inocentes de aquella guerra que acababa de empezar.
En cuanto a José Martí, al marcharse de esta isla estaba obligado a guardar silencio por el bien de quienes le habían acogido y curado, exponiéndose a tanto riesgo. Jamás debería referirse por escrito al agradecimiento contraído con aquella familia.
Sardá y los suyos quedaban aquí, expuestos a cualquier represalia.