Ser internacionalista es saldar nuestra propia deuda con la humanidad
Fidel Castro Ruz
Los protagonistas cubanos de una de las más hermosas gestas acontecidas en esta Isla –las escuelas internacionalistas–, profesores y trabajadores de apoyo, van ya sobre los 70 años. Y quienes fueran sus alumnos en esos centros sobrepasan los 50. Estamos, pues, en un momento crucial; urge recoger anécdotas o testimonios de ambas partes de modo que se preserve el recuerdo de tal epopeya tanto como sea posible.

Uno de los primeros colaboradores cubanos fue Antonio Rodríguez Vargas, hoy con más de 30 años como especialista en conservación y mantenimiento de equipos radioelectrónicos. Sus recuerdos atesoran parte importante de la historia local.
“Estuve poco tiempo en la escuela de estudiantes namibios, pronto debí comenzar mi preparación en la especialidad de Radio; pero me correspondió compartir un momento trascendente: la llegada del primer grupo de alumnos.
“Fue en noviembre de 1978 y hacía bastante frío. Eran unos 30 y tantos, no llegaban a 40. Bajaron de la guagua que los trajo hasta aquel centro, se pusieron uno detrás de otro, macuto –mochila de tela fuerte– en mano…, algunos con linternas o faroles de petróleo y vinieron hacia nosotros como si anduvieran en cámara lenta, quizá por temor a contrariarnos. Una adolescente de rasgos finos, mestiza –o eso me pareció– los guiaba. Recuerdo su nombre: Mónica Kashile.
“Retengo un detalle doloroso de aquel instante: caminaban sin alzar la mirada. Luego supimos que en la Namibia de entonces –donde imperaba el apartheid impuesto por los sudafricanos– levantar la vista y mirar de frente a un blanco era ofenderlo. Nada me dolió tanto como eso. La degradación del ser humano hasta un grado inconcebible para nosotros. Aquí un perro, que es un simple animal, te puede mirar a los ojos”
Muchos de aquellos jóvenes eran sobrevivientes de la masacre de Cassinga. Los sudafricanos habían arrasado su campamento de refugiados, indefensos. Hubo cientos de muertos. Padres, madres, hermanos, familiares y amigos fueron apilados como troncos en largas fosas comunes, abiertas por buldóceres y con ellos se les amontonó tierra encima.
“Días después –recuerda Antonio–, chubascos pasajeros desataron una fuerte plaga de mosquitos y fue preciso solicitar una fumigación potente. Había más de 500 namibios en esa escuela, la Esbec No. 15, Hendrik Witbooi. Una mañana, a la hora del matutino, con la plaza llena de alumnos en formación pasó la avioneta rasante, rociando el insecticida. Era la primera vez que veían un avión en Cuba y se formó un desparrame de muchachos aterrorizados como ni te puedes imaginar. Sordos a lo que les decíamos, para ellos habían vuelto los sudafricanos y comenzarían a disparar”.
Antonio Rodríguez contó no solo las anécdotas precedentes. Otras suyas aparecerán en el libro de testimonios que se ha comenzado a recopilar sobre la educación internacionalista en el territorio.
Sirva este texto no solo para homenajear a quienes fueron partícipes de aquella gesta grandiosa, sino también para convocar a que otros testigos de historias como esta nos compartan sus memorias, haciéndolas llegar a través del correo al periódico Victoria o entregándolas de forma escrita en la Casa de la Amistad de Nueva Gerona, cualquier Casa de Cultura, Islavisión o Radio Caribe.