A Isla de Pinos arribé el nueve de enero de 1838, consignado como deportado político.Trájome la goleta Mercedes de Trinidad. Por cárcel me dieron a una inocente Nueva Gerona, de apenas ocho navidades,“capital” de la colonia Reina Amalia. Tres calles de norte a sur, cuatro de este a oeste. Unos 50 bohíos… todos de guano y yagua. Esa sería mi cárcel, sin calabozo pero con ningún sustento salvo el que fuera capaz de agenciarme por mi propio arbitrio.
Era desolador, pero le hice mi aporte catalán. Donde siempre se bailó zapateado y fandango, introduje el vals alemán y la contradanza inglesa. Allí ejercí mi profesión, la medicina, sin remuneración alguna, y me granjee con mi filantropía y acierto la estimación de aquellos virtuosos colonos.
Aquel era un presidio con dos tonos, una campana y el largo mugido del fotuto; llamaban a los presos a recogerse en el Correccional por ocurrencias disciplinarias o caprichos del Cancerbero. A veces, un recuento, otras una requisa y… hasta sin motivo alguno. Entre una y otra llamada de rigurosa asistencia, versé en mis trovas: “De España, la impía que lanza a sus hijos / al seno apestado de tierras lejanas /de España, la ingrata que solo a los buenos / prisiones y cepos y ultrajes depara”.
De allí, contra todas las prevenciones del señor Comandante Militar, y junto a otros cinco proscriptos, me evadí –como hicieran otros antes que nosotros– en la noche del 12 al 13 de noviembre de aquel mismo año. Llevaba mis versos y al cinto, como mis amigos, un largo machete de Alquízar, donde se hacían muy buenos, una capa raída y un cuchillo.
El guajiro que se había encargado de arreglar nuestra partida, regresó a Gerona y cuando volvió a nosotros trajo la confidencia de que las únicas tres embarcaciones de Reina Amalia nos perseguían con tanta inclemencia como rancheadoras de negros cimarrones. Iban a cargo del andaluz, don Juan Dovo y López, quien había prometido al Comandante Militar “que no se han e escapà; / viven los sielos aunque el mismo Lusbel les de sus alas”.
Y yo versé: “…el famoso andaluz da un sombrerazo, /el mando toma de la horrible escuadra, / y guía por el mar de los Caribes / al bote y el relámpago y la lancha”.
Recorrimos la sabana y fuimos a anidar cerca de la ciénaga, plagada de arteros cocodrilos, donde también… “Hay jejenes que se cuelan como el aire en descosido / sin respetar lo que manda / la iglesia que esté escondido./ Hay zancudos, rodadores y trompetillas mohínos / los hay pardos, los hay negros / los hay grandes, los hay chicos… / Hay de todos los demonios / disfrazados de mosquitos”.
Luego estuvimos ni sé cuántas noches, cuantos días… dentro de un manglar, al poniente de la isla. Tuvimos tiempo hasta para derribar árboles y levantar un vara-en-tierra, el cobijo de los monteros a ras del suelo. Recuerdo islotes en la distancia, grandes arenales alrededor y una ensenada…eternizada, como si nunca fuera a quitarse de nuestra vista.
Pero una tarde de cielo encapotado y borrasca, apareció un pailebot negrero, la Carmencita, y encendió las dos hogueras convenidas. Contestamos prendiendo fuego al montón de espartillo, yaguas y guano seco que durante tantos días nos desvivimos por mantener como yesca, listo para arder al instante.
Nos recogieron en una canoa y al rato ya estábamos abordo, libres por fin, tan felices como para anotar: “…de los seis embozados jugaba / con la barba y cabellos la brisa”.
Repaso ahora todas las peripecias en mi mente, tanta incertidumbre, tantos días, tantas noches desandadas, tantos peligros… y todavía me pregunto ¿cómo pudo aquel guajiro, conductor de evadidos, notificar a un pailebot negrero para que, a su retorno de África, pasara a recogernos, en cierta fecha y lugar tan exacto?
(*) Miembro de la Unhic