
La goleta Mercedes de Trinidad amarra en el embarcadero de La Guácima el nueve de enero de 1838, en la margen derecha del río Las Casas; frente a un villorrio misérrimo. Unos 50 bohíos, todos de guano y yagua: Nueva Gerona, a ocho años de su fundación.
Trae, además de la carga habitual, algo de correos, pasajeros y algunos deportados. Uno de estos, el poeta Antonio Ribot y Fontseré, no se mueve de la banda de estribor. Enero es aquí el mes de los aguinaldos violetas, amarillos y blancos. Ve sus henchidos ramilletes tricolores por vez primera.
Tiene 25 años y ya sufre –como muchos españoles de aquel momento– el mal del siglo: exilio, proscripción, destierro, deportación… consecuencias de una época belicosa, colmada de enfrentamientos consecutivos e inestabilidad política. Circunstancias que desestabilizaron la vida catalana durante la regencia de María Cristina, dando lugar a frecuentes revueltas populares –las “bullangas”– de cuya instigación o participación, Ribot fue culpado como sospechoso. Integraba la fracción más avanzada del liberalismo barcelonés.
Isla de Pinos con sus compactos pinares verde-oscuro y casi siempre inanimados, un paisaje descorazonador para cualquier deportado, quedó así consignada en sus inmediatos apuntes:
Hija la menor de España,
Bajo el cielo americano
Que como bastarda extraña
Nunca la materna mano
Cariñosa te halagó…
Luego, en otra de sus “trovas” asigna a su pluma un calificativo insigne: ser –como lo fue– el primer cantor de esta tierra:
¿No es verdad, Isla ignorada
Que acá en medio de los mares
Ni una lánguida mirada
Ni el peor de los cantares
Un poeta te ofreció?
¿Qué vate por ti suspira,
Cuándo un eco lisonjero
Exaltó por ti una lira?
¿Yo soy tu cantor primero?
¡Oh! Sí, el primero soy yo.
/NOTA PARA ILUSTRAR ESTE TRABAJO: Aparece una litografía con el retrato de Ribot en la Wikipedia/