El viaje de La Habana a Holguín puede hacerse de varias formas. Yo acabo de realizarlo en tren, tanto a la ida como a la vuelta, y es una experiencia que quisiera compartirles. La defensa científica de un tema muy pinero –la reconstrucción del Cementerio de Columbia o Americano, Monumento Nacional– me llevó hasta la Ciudad de los Parques, pero es tema que ya traté en comentario anterior.
Me centro, entonces, en el medio de transporte. Y créanme, comentarlo no es ocioso.
Ernest Hemingway tituló a una de sus novelas más conocidas como ¿Por quién doblan las campanas? Parafraseaba así los versos del poeta inglés John Donne. Si las campanas doblan indican que alguien murió. No preguntes por quién, tú acabas de perder a esa persona aunque no la conozcas. En otras palabras, todos somos parte de una misma humanidad, y tanto lo bueno como lo malo que en ella ocurra nos concierne a todos.
Ahora se verá por qué uso este concepto, versado hace más de cuatro siglos.
El tren de mis campanazos sale cada cuatro días y arrastra una columna de 12 vagones, todos nuevos, con mucho espacio entre una y otra hilera de grandes asientos reclinables. Sin alejarse mucho del suyo, usted tiene un dispensador permanente de agua fría y servicios sanitarios independientes, para cada sexo. El viaje dura unas 17 horas y transporta a más de mil personas.
Una ferromoza está a cargo de cada vagón, conoce de vista a sus pasajeros y lo mantiene cerrado con llave, tanto en tránsito como en las cortas y escasas paradas que comprende el nuevo itinerario. Suben, presentando su Carné de Identidad y boletín en mano, única y exclusivamente quienes tienen reservación. Para abordarlo pasan por el control de un supervisor. Nadie sube por su libre albedrío. Ningún extraño deambula por el pasillo. Usted puede dormir tranquilo, su persona y equipajes están seguros.
A las diez de la noche se apagan las luces. Antes de esa hora es el reparto de la primera merienda. Un pan de 80 gramos, con su peso, fresco y tierno; envuelto en una servilleta y protegido por envoltura de nailon; dentro, un relleno de cuatro rodajas de jamonada especial, o jamón, que lo desbordan y levantan más de un centímetro de alto. Cada tapa, untada con mayonesa o mostaza. Además, un vaso de refresco de limón, gaseado. ¿El precio?, 45 o 50 pesos, según sea uno u otro.
Por la mañana, antes de las ocho, la segunda merienda; con la misma calidad y buena presencia de la anterior. No importa si se trata de los coches con aire acondicionado o no, todos los pasajeros reciben igual servicio.
Cuento esto porque se trata de un logro indiscutible en la transportación de pasajeros, a pesar de las duras restricciones que enfrentamos. Saberlo, y apreciarlo, no es ocioso. El tren cubano de ahora, como las campanas de John Donne, con el pitazo de su excelencia alcanza a todos los compatriotas y los enriquece; vayamos o no en ese viaje.