El entrenador de la nación: Fidel y su Olimpo cubano

Foto: ACN

En un placer cualquiera en medio de una barriada habanera a inicios de la década del 60 del siglo pasado, un niño de torso desnudo, bate al hombro, corre tras una pelota deshilachada.

Al fondo, entre la bruma del sol y el polvo, una silueta con gorra verde olivo observa, inmóvil. No es un fantasma ni una aparición: es Fidel. Lo había visto todo y estaba convencido que el deporte era sagrado.

Dicen que un país también puede entrenarse. Que una nación puede moldearse como un músculo y la voluntad colectiva puede tener piernas de velocista, puños de boxeador y resistencia de maratonista.

Fidel Castro Ruz, el líder Histórico de la Revolución Cubana, que había soñado en su juventud con glorias en el baloncesto y el béisbol, entendió que el deporte podía ser más que eso: podía ser destino.

El 23 de febrero de 1961 se fundó el Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (Inder). El deporte dejó de ser un lujo de clubes privados para convertirse en un derecho. La Revolución, que había alfabetizado a sus hijos, ahora leía el cuerpo del pueblo. Lo quería ágil, sano, coordinado, disciplinado. Pero sobre todo, lo quería suyo.

“No queremos campeones fabricados a costa de la salud o la dignidad del ser humano”, repetía Fidel en reuniones largas que acababan en madrugadas. Aquel hombre, a cargo de guiar a un país a una transformación política, social y cultural, estaba muy claro sobre la importancia del deporte y creó un engranaje que comenzó a moverlo todo.

Las EIDE, las ESPA, el Fajardo… se convirtieron en nombres que se repetirían como mantras en las provincias, como ritos de paso. El Comandante no quería promesas, quería procesos. Desde la base hasta el podio, el camino debía ser limpio, científico, colectivo. Una medalla era la punta del iceberg de un país entrenado.

En cada kilómetro, en cada combate, en cada clavado desde una plataforma, estaba la mano invisible de ese estratega en jefe que revisaba informes, visitaba instalaciones, conocía por su nombre a los atletas y lanzaba preguntas técnicas que desconcertaban a los entrenadores.

Cuba lloró de emoción y agradecimiento. No solo por las medallas de oro que empezaron a caer en los pechos de los atletas en los eventos internacionales, sino también porque sus campeones no traicionaron la causa. Era un mensaje con ribetes dorados que Fidel hizo suyo: “Con dinero no se compra la gloria.”

Llegaron los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, y Cuba es quinta del mundo. Sin franquicias, sin contratos millonarios. Solo talento, convicción y un territorio entero respirando por los poros de sus atletas. En cada victoria, una bandera. En cada podio, un alegato.

El deporte era diplomacia sin corbatas, era revolución con zapatillas. Mientras unos desfilaban con sponsors, los cubanos lo hacían con sacrificio. Y Fidel, en su trinchera de papeles y pantallas, les seguía cada paso.

Luego la película oscureció. Llegó el Período Especial. Escasez, apagones, incertidumbre. Algunos se fueron. Otros resistieron. El deporte también sangró, pero no naufragó.

Fidel sostuvo el timón. Protegió las escuelas, buscó aliados, multiplicó entrenadores por África, Venezuela, Brasil. No era solo política exterior, era supervivencia. Porque entendía que si el deporte se caía, se caía algo más profundo: el orgullo de haber construido algo diferente.

Ahora, en cada medalla olímpica que brilló bajo la luz de París, hay una sombra alargada que protege. La de aquel que creyó que correr, saltar, lanzar, luchar… podía también ser una forma de emancipación.

Los datos son fríos: 243 medallas olímpicas, 85 de oro. Pero la historia es ardiente. Está hecha de amaneceres en gimnasios, de implementos remendados, de lágrimas y banderas. Y de una convicción inquebrantable: el deporte no es privilegio, es derecho de todos. No es meta, es camino. “Los atletas son héroes de la patria”, dijo Fidel.

En aquel placer donde comenzó esta crónica, el niño batea, la pelota vuela, y desde algún rincón de la historia, una voz firme le susurra que el futuro se defiende también con el cuerpo. Y Cuba sigue corriendo.

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