Concreción del Celeste Imperio (PARTE I)

Foto: Tomada de Internet

Los primeros chinos llegaron a Cuba en julio de 1847, todos hombres libres, legal y contratados de forma voluntaria; al arribar a La Habana preguntaban ingenuamente si habían llegado a Manila, capital de Filipinas, como se les había prometido.

Al ver su rabia por saberse tan miserablemente engañados, el populacho los comenzó a llamar por irrisión… chino-manilas.

Aquellos “colonos” chinos, también llamados culíes, a poco de llegar a La Habana se enteraban de que aquí un negro libre podía ganar en tres días el jornal anual de cualquiera de ellos en Cantón.

La expresión “…lo engañaron como a un chino Manila” viene de entonces, y se ha mantenido entre nosotros para significar la más tremenda burla.

Sin embargo, entre los culíes llegados a Cuba arribaron muchos hombres de cultura, hasta profesores había –galenos incluso, como el luego capitán del Ejército Libertador Wong-Seng, médico chino del para nosotros cercano general Lacret Morlot–; además, casi todos sabían leer y escribir, lo cual marcaba un definitivo contraste con los braceros blancos peninsulares, gallegos y canarios en su mayoría, estrato de máxima pobreza donde hasta el 90 por ciento eran analfabetos.

A Isla de Pinos arribó en 1858 el primer lote de aquellos mal llamados “celestes”, eran solo una decena y entre ellos –cosa rarísima durante el tiempo que duró la trata amarilla– venía una mujer menor de treinta años, lo que no quedó sin consecuencias.

Los recién llegados constaban en los distintos documentos como esclavos de la Sociedad de Fomento Pinero, la misma que acometía por entonces los primeros trabajos para asentar, inmediata a las aguas curativas, una Ciudad Balneario en Santa Fe.

La Ley prohibía que a los chinos se les sometiera a latigazos o al traspaso de sus contratos, pero en ambos casos “…esto se burla y los cubanos compran y azotan a sus esclavos chinos –según un cronista–abierta e impunemente”.

Por eso, la principal causa de sus rebeliones y fugas fueron los castigos corporales. El chino, que se consideraba a sí mismo un hombre libre, enloquecía de furor al verse azotado en presencia de la negrada por la menor falta en su quehacer. Y no era todo.

Todavía en 1872 la Ley prohibía sepultar a los chinos en los cementerios públicos o en los particulares de las fincas, como el de Cayo Bonito (hoy Guisa), en Santa Fe, propiedad de don José de la Luz Hernández, principal accionista de la Sociedad de Fomento Pinero, fundadora del nuevo poblado.

“… es lamentable –anotaba otro extranjero– el triste espectáculo que ofrece un pueblo culto y católico llevando los cadáveres de los que se llaman infieles a sepultarlos en el sitio destinado para los animales muertos”.

Otros artículos del autor:

Isla de la Juventud
Colaboradores:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *