Cuando al caer el ocaso veo a mi abuelo a lo lejos, pienso en cuándo se me hizo viejo, en los momentos alegres y en sus consejos. Descubro entonces cuán rápido se va el día, las huellas del sol en su rostro y las del júbilo o las heridas.
Puede nombrarse Juan o Antonio mi abuelo, tu abuelo, incluso ser la abuela Oneida o Juliana, mas lo que sí es seguro es que a ellos huelen las mañanas, a café recién colado, a dulce de leche cortada, a sonrisa cómplice y a canción de nana.
¡Ah, los abuelos! ¡Qué hermoso obsequio el tenerlos!
El regalo de su andar despacio y sin apuros invita a disfrutar, con su calma y paciencia, cada instante de la vida; no hay como ellos quien aprecie mejor el viento, los atardeceres, el juego de los niños, ni existe sabor más exquisito que el de la sopa, potaje, fricasé o arroz congrí de la abuela.
Si pasan los 65 años –y es muy probable– ya tienes otro niño en casa, un curioso más ante las tecnologías que no nacieron con ellos, los vocablos inventados por los nietos, los nuevos aromas con que perfuman a los bisnietos, las recetas renovadas y los equipos modernos.
Entonces sabrás que ahora son para ellos nuestra atención y tiempo, la reciprocidad de enseñarles con igual esmero, de regalar experiencias bonitas para el recuerdo, y los días grises hacérselos pintorescos.
A quienes son maestros de vida y pilares de la familia en una sociedad cada vez más envejecida, no les dejes caer justo en el final del trayecto, aleja toda necedad, levántate con ellos y toma el sendero, pues allá al final, su sabiduría será siempre la luz que nos guíe en la oscuridad para alcanzar los sueños.
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