
Despiertas ya sin alarmas, apenas al roce de un sonido o rayo de luz. Un nuevo día inicia al borde de un sollozo, que es desde el primer latido tu motor de arranque; ojitos tiernos que miran expectantes el nuevo mundo. Tú: su mundo.
Mas, pesan los pies, los brazos, los párpados…pesa el cuerpo; no así el alma, que fortalece, que ama. Te abres camino desde la habitación hasta la nevera y empieza así una jornada de desayuno, meriendas, comidas y más meriendas.
Ya para la coqueta o el espejo no queda tiempo, recoges tu cabello con la primera liga al alcance, una ropa cómoda luces sin tanto glamour, bebes un sorbo de algo, mientras, al fondo, suavemente, una vocecita balbucea: “¡Ma-má!”
Imperfectos se tornan el calendario, los planes incluso reprogramados, la familia, el trabajo, los amigos, la vida toda, que gira en torno a un nuevo eje. Como de locos parecen los días; a veces nubes traes en la cabeza, o sol, truenos, arcoíris, o estrellas; lluvia de ideas geniales o enjambre de preocupaciones.
De espiga ya no es tu cuerpo, y lo asumes, así tal cual aceptas los cambios en las rutinas, donde ya no es tu hambre la primera en saciar; ni tus dolores alivias, de la espalda, las caderas, las rodillas. Aprendes a caminar otra vez, a hablar, sumar, restar, multiplicar, a abrirte camino desde la incertidumbre de los días, porque has engendrado en ti la maravilla, una nueva vida.
Entonces, llega la luna y deseosa de descanso, aunque sabes que no concilias el sueño como antes, te lanzas a sus nubes, pero no sin antes observarle, percatarte de que esa criaturita que en el vientre llevaste ya no cabe entre tus brazos. En poco tiempo alcanzará tu tamaño, o tal vez lo supere, y hasta te invaden una paz y felicidad indescriptibles.
Le acaricias el rostro, te reclinas a su lado, le miras detenidamente y se te hace plena, más allá del cansancio, la convicción –como bandera– de que nunca un dolor fue tan dulce como el de traerle al mundo, y que en su nombre serás capaz de darle luz a la vida en cada uno de los días.
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