A CUATRO DÉCADAS DE LA FUNDACIÓN

Riesgo de represalia a protectores de Martí

Un acercamiento a quien fuera el benefactor del joven independentista en tierra pinera, antes de ser deportado a España

Foto: Archivo

A tal distancia en el tiempo, muchos pormenores y otras circunstancias de época tan convulsa se nos escapan. Tanto más cuando el protagonista principal, José Martí, de pluma abundante y rica en otros temas, guardó un silencio hermético. Sabemos y consta en documentos que llegó a esta isla, a la finca El Abra, del catalán don José María Sardá y Gironella, el jueves 13 de octubre de 1870, a casi 40 años de la fundación de Nueva Gerona de donde partiría al otro día de cumplir las cuatro décadas.

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¿Qué visión tuvo el adolescente de diecisiete años, ocho meses y trece días de su protector?

La capital pinera poseía, a su llegada, 295 deportados o domiciliados forzosos a quienes se hacía medrar en un infierno. Sin techo y sin comida, sin poder salir del miserable pueblucho al que tenían por cárcel, moviéndose entre un vecindario de españoles  hostil, muchos deambulaban como espectros, disputándose un mendrugo o unas sobras de comida.

En semejante infierno, ¿quién era su único benefactor? Don José María Sardá y Gironella. Fue para mí un hombre de su tiempo, de un momento tenebroso. Debió ser práctico y osado. Curtido en los riesgos de los negocios, de la fortuna. Y no era cobarde.

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Cuando aceptó traer a Martí, alojándolo en su propia residencia
–pudo hacerlo en cualquier vivienda de las personas que le debían obediencia, favores, trabajo o negocios ventajosos– asumía un riesgo enorme. Bien lo sabía.

Estaba reciente, incluso, el embargo de todas sus acciones en la Sociedad de Fomento Pinero –que costeaba el progreso de las aguas curativas en Santa Fe– con el pretexto de que su presidente, don Carlos del Castillo, era infidente y desafecto a la causa española.

Para nada se tuvo en cuenta que Sardá vistiera el uniforme de Comandante de Voluntarios. No era castellano ni aragonés, y eso bastaba. A los ojos del gobierno era un paisano tan poco confiable como un cubano cualquiera. Rico y buena presa, cuando estaban de moda las denuncias por infidencia para quedarse con bienes del “desafecto”.

Al joven Martí se le debió explicar esto de algún modo. Y con su penetrante inteligencia entendió la necesidad de usar la máxima reserva, entonces y después. Esto apunta a que Sardá, para preservarse y preservar a los suyos, les escamoteara la trascendencia del raro visitante si alguna vez tuvo él mismo –muere el seis de mayo de 1889– la preclara intuición de hasta dónde podría empinarse aquel maltrecho mozuelo.

Quizá lo viera, es lo más probable, como uno de tantos, díscolo, rebelde sin causa, dolor de cabeza para su familia o como otra más de las tantas víctimas inocentes de aquella guerra que acababa de empezar.

En cuanto a José Martí, al marcharse de esta isla estaba obligado a guardar silencio por el bien de quienes le habían acogido y curado, exponiéndose a tanto riesgo. Jamás debería referirse por escrito al agradecimiento contraído con aquella familia. Sardá y los suyos quedaban aquí, expuestos a cualquier represalia.

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