
Cuando recibió el aviso, el hombre estaba hundido en la hamaca, tenía los labios ampollados de la fiebre alta que durante la noche le había envuelto en alucinaciones galopantes, temblores y delirios. Amanecía en la manigua. La humedad de la hojarasca por el suelo le enfermaba los huesos. El tifus lo había debilitado mucho, tenía el cuerpo seco, la mirada opaca y una palidez cetrina en el rostro. Cuando lo supo se incorporó súbitamente, como si todas las fuerzas hubieran regresado para restarle cansancio. No lo pensó más de una vez, se incorporó y puso de inmediato en camino.
Había pasado una noche feliz, porque la somnolencia febril evocaba su vida y confundía, en imágenes desordenadas en el tiempo, la mañana de festejos religiosos cuando la melodía de La Bayamesa se escuchó por primera vez en la ciudad, los mediodías en la Universidad de Barcelona, las tardes de la Sociedad Filarmónica y el teatro de aficionados en la hacienda Santa María, las noches de conspiración en La Logia, el día de la cabalgata veloz por la principal calle bayamesa, cuando lanzó al aire copias de un manifiesto patriótico que llamaba a los habitantes de la urbe a incorporarse a la revolución que poco después entró en Bayamo, el 20 de octubre aquel en que escribió inspirado, la poesía de las estrofas de la música, del himno de la guerra.
Mientras andaba, pensaba en todas esas evocaciones y sonreía para sí. Se olvidaba por unos instantes de la urgencia de la hora que vivía, de su desasosiego. Corría 1870. Desde principios de año había sido relevado de su cargo de Mayor General y Subsecretario de la Guerra; pero pese a su enfermedad continuaba en la manigua.
El aviso venía de Jobabo. Las familias criollas de Bayamo, después de incendiar la ciudad, se habían establecido en la espesura del monte, donde era poco probable llegaran las tropas españolas. Sin embargo, en junio de aquel 1870, el Ejército peninsular intensificó la búsqueda de las familias de los jefes insurrectos para aumentar la presión y forzarlos a un acuerdo conciliatorio ominoso. Una madrugada de ese mismo mes, los disparos despertaron el rancherío donde se encontraban la esposa e hijas del General Pedro, Perucho, Figueredo. Ellas lograron escapar, enviar aviso y esperar varios días al General, o a su hijo Luis Figueredo.
Él tenía sangrantes y ulceradas las plantas de los pies. Apenas podía avanzar. Llevaba mucho sin alimentarse en aquella caminata infernal e interminable hacia Jobabo. Cuando ve de nuevo a los suyos está a punto de desfallecer. La familia se oculta en Santa Rosa. El 10 de agosto, el General se agrava y las mujeres deciden enviar a un soldado por Luis.
El coronel español Francisco Cañizal se encuentra en las inmediaciones y captura al mensajero, quien ubica el lugar donde se encuentran refugiadas varias familias. Se cierra el cerco. Atacan. Uno de los hijos del patriota Rodrigo Tamayo muere macheteado. Perucho logra dirigir un grupo que se interna en la manigua. La persecución continúa a la mañana siguiente. Pronto dan alcance a los fugitivos.
Sus fuerzas lo abandonan ya. No puede continuar y pide a su ordenanza que coloque la hamaca entre los troncos robustos y lo deje solo para que logre escapar con su familia.
Su hija Eulalia dice que no, que ella no puede irse de su lado. Ya están ahí y el General dispara hasta la última bala de su revólver. Intenta suicidarse con su machete, pero ya no hay tiempo, la fatiga le nubla la vista.
Rodrigo e Ignacio Tamayo, Eulalia y el General son conducidos a Santiago de Cuba. El 15 de agosto llegan a la ciudad. Figueredo no responde a las preguntas del Fiscal del Tribunal Militar español. El 16 de agosto le proponen el perdón a cambio de renunciar a la lucha. Responde con pocas palabras: “Antes morir como cubano honrado que envilecerme aceptando la vida a tanto precio”.
Lo conducen sin casi poder andar hasta el antiguo caserón matadero de la misma ciudad. El ruido atronador de la descarga de fusilería no logra silenciar el último verso que repite la voz del poeta: “morir por la patria es vivir”.
(Crónica originalmente publicada en el diario Granma, 1995).
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