El vecindario de Santa Fe se formó –alrededor de lo que es hoy el parque de ese poblado– a partir de 1852 “por una sociedad con el solo indicado objeto de los baños”.

La Ciudad Balneario fue otra cosa
Trazada por el ingeniero civil Francisco Javier Cisneros, distaba 500 varas, al sur, del río Santa Fe. No era una continuación del anterior asentamiento, sino “un caserío especial para enfermos”. El viejo poblado (de apenas siete años) era entonces un “caserío de 35 casas de embarrado y guano y una de tejas (…) construidas para la residencia temporal de los bañistas: su población fija no excede de 30 personas, en general de cortos haberes, y solo sube a 200 o más con la flotante que acude en la época de baños…”.
Una serie de documentos consecutivos y relacionados con el mismo tema –conservados en el Archivo Nacional– conformaron el “Cuaderno de notas del expediente sobre la ampliación del pueblo Santa Fe, en Isla de Pinos” (Legajo 1122 No. 41704). Fue promovido por el doctor don José de la Luz Hernández, quien trazó un esbozo preliminar y lo presentó para su aprobación el seis de junio de 1859.
La anterior propuesta recibió la indicación superior de que en el plano “las calles se delinearán en forma paralela en cruz, a rigurosa escuadra en dirección N, E, S, O y su anchura normal será de 15 metros, incluso las aceras, y con exclusión de los portales o jardines de entrada que todas cargarán sobre el solar”.
La Ciudad Balneario tendría finalmente una primera plaza, inmediata al manantial curativo, y otra central, más al sur del nuevo poblado. Ambas relacionadas por una avenida Norte-Sur, la cual debía cruzarse con otra Este-Oeste que se cortaría con la anterior para determinar el lugar exacto, al medio del segundo espacio público, donde se levantaría un monumento a la Reina Isabel II.
Finalmente, el documento de aprobación determinaba que “la plaza, al centro, es un cuadrado con dos calles principales que se cortan al medio de esta. Y 24 solares por cada una de las cuatro manzanas”.
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Agregar los solares incompletos a los extremos del poblado significaba poner sobre el terreno más de 260 estacas o marcas vivas –diferentes al resto de la flora pinera– capaces de enraizar en poco tiempo, sin muchos cuidados, con alto índice de aguante y consistente resistencia a ciclones y vientos fuertes.
“¿Cuál especie de árbol me conviene y de dónde traerla?”, se preguntaría el ingeniero Francisco Javier Cisneros, antes de iniciar el estaquillado definitivo sobre el terreno.
Según encontramos en el Diccionario Botánico de Nombres Vulgares Cubanos, del doctor Juan Tomás Roig y Mesa –por cierto, uno de los 914 accionistas de la sociedad que fundaba la Ciudad Balneario– “el árbol que llaman comúnmente laurel (…) es una especie de jagüey, morácea, Ficus retusa Thumb, o laurel de la India. Este magnífico árbol estuvo de moda en Cuba (…) para sembrar en parques, paseos y carreteras”.
De aquellos laureles-postes se conservan solo cuatro; dos contiguos a una cuadra del policlínico santafeseño. Como puede apreciarse por la distancia entre sí, correspondieron a la avenida Este-Oeste que dividía al medio la plaza central, precisión que le es de agradecer. Permite reconformar el trazado original de aquel asentamiento.
¿De dónde los trajeron? Quizá nunca lo sepamos. Y es uno de los muchos encantos que tiene la historia, nunca te lo sabes todo.
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¿Por qué desaparecieron? Si descontamos los avatares del tiempo o el despeje y trazado de nuevas urbanizaciones también está lo anotado en su diccionario por Roig y Mesa, este magnífico laural “…ha dejado de sembrarse por su excesivo desarrollo, por lo que ensucian el pavimento los numerosos frutitos o higuitos que produce y sobre todo que en sus hojas se cría un insecto del género thrips, llamado “bichito de candela” el cual cae en los ojos de los transeúntes produciendo gran ardentía”.
Gran quemazón debería decir, pues bien lo saben los pasajeros de la ruta Mella Vaquero-Cayo Piedra, quienes en la parada de ómnibus inmediata se benefician del frescor que les brinda su grande ambiente sombreado, pero también sufren la arribada de uno que otro volador-candela, porque cuando cae en un ojo…de bichito nada. ¡Bicharracote!