
Todo era dinamismo, desbroce de terrenos, bombazos de la dinamita derribando los árboles más corpulentos, permanente olor a humo de pinos en la quema de palizadas, nivelación de terrenos y el poderoso roncar de las máquinas de tracción hasta en las madrugadas. Veíamos surgir todo, las hermosas residencias, nuevos caminos, campos de siembra en desarrollo… Era la creación de un espacio infinito, hecho a muchas manos, era la fiebre extraña de hacer otra frontera, de asentar nuevos horizontes para un pueblo arrogante y tozudo, mandón… porque nadie dudaba que esta tierra pródiga pasara a ser la estrella 46 de nuestra bandera.
Otra estrella… como Luisiana, Oregón o Colorado… todavía con muchos nombres españoles o franceses identificando sus poblados, sus ríos y montañas. Alaska… tan fría pero tan promisoria. Texas, tan cálida pero no menos rica; California y su breve fiebre del oro… ya en el recuerdo.
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Llegamos a Los Almácigos, donde luego crearíamos La Jungla Jones, en noviembre de 1902. Dos años después, y para ayudar con el dinero de a diario, cree el Hibiscus Club, en Santa Fe. Un círculo de mujeres “literatas”
–doce, en su inauguración, como los apóstoles– interesadas en conocer e intercambiar secretos naturistas para el cultivo de plantas ornamentales.
Inauguramos después una biblioteca bien provista, abierta a todo el mundo –a nuestra gente, los americanos, quise decir– que a la vuelta del año se convirtió en un centro comunitario y con mucho agarre en las decisiones políticas o económicas de todos los colonos que arribaron en los primeros tiempos.
Cuando algo sale bien, no faltan imitadores. Al Hibiscus siguieron clubes de pioneros, sociales y hasta de adivinanzas o juego de bridge, así como asociaciones de productores, hombres de negocio y de comercio.
Y en el naciente poblado de Columbia una avispada señorita organizó un exclusivo club de baile para solteros. Ya se sabe, como la montaña no viene a uno… uno va a la montaña. Algo conseguiría. Por lo menos voluntad no le faltó, ni tampoco buena disposición.
A mí me iba ahorrativamente bien con mis hibiscuitas, y a poco ya éramos más de setenta publicando en el The Isla of Pines Appeal, un periódico sabatino, todo en inglés, que estrenaba su imprenta en la antigua Santa Fe.
Para atender los trabajos de tan prolífico club, dos o tres veces por quincena debía hacer el viaje de ida y regreso al poblado, sola, en nuestro espartano carricoche de un solo caballo.
Expuesta a cualquier riesgo.
Ocurrió entonces el asalto y violación de una joven americana, casi una niña, sorprendida en solitario y muerta a la entrada de San Francisco de Las Piedras.
Suficiente para que mi esposo me sorprendiera el 17 de febrero, día de mi cumpleaños, con el regalo más inesperado: una Santa Biblia trucada que adquirió en la ferretería de Aaron Koritsky.
Al abrirla, no encontré los textos sagrados sino un precioso revólver de bolsillo, cañón corto y cachas nacaradas.
Era muy práctico, con repuesto de balas instantáneo. Quitabas una manzana al concluir los seis disparos y colocabas la otra en un segundo con su carga completa.
–Calibre 32, Helen… no lo encontré del 31–bromeó Harry– como quisiera… ¡para hacerlo coincidir con el número de tus años!
Muy poco después debí utilizarlo contra quien menos lo esperaba.
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(*) Su versión digital íntegra podrá ser adquirida de forma gratuita durante la celebración del centenario.