Puestos de venta, ¿arte povera?

El arte povera es –según Wikipedia– una voz italiana, y significa arte pobre, técnica dada a conocer a partir de 1967, cuyos realizadores utilizaban materiales considerados de muy fácil obtención: madera, cristal, cartón, planchas de zinc o lata, rocas, ladrillos, tejas, papel, casi cualquier cosa; sobre todo materiales de desecho y, por tanto, carentes de valor.

Foto: Arte povera/ Tomada de Internet

Originario de ciudades como Turín, Milán, Génova y Roma,

propone un modo inventivo y antidogmático que demanda alto grado de creatividad. Prefiere el contacto directo con los materiales sin significación cultural alguna, no importa su procedencia ni uso, pero que sean reutilizables por el artífice.

Instalaciones que se acogen a estos principios artísticos pululan hoy por la cuna del sucu suco. Se les denomina Puntos de venta, y algunos están consignados a la Granja Urbana. Aunque los productos de esta rara vez aparezcan por sus mostradores.

Mas no es su abastecimiento el eje central de este comentario, sino su impacto medioambiental y, sobre todo, su incidencia en el ornato del poblado, así como los precios.

Para lograr el autorizo de construcción, siguen –como está prefijado– una serie de trámites, con cuyo consentimiento adquieren el derecho a ocupar un espacio ciudadano para ofertar determinados productos agropecuarios, no industriales.

Hasta este momento, todos, más o menos, se parecen. La diferencia comienza ahora, cuando de llevar su compromiso al terreno ha llegado la hora de la verdad.

El improvisado comerciante acude a cualquier tipo de material al cual pueda echar mano, lo mismo una teja de zinc llena de agujeros que a unas cabillas con más óxido que la carabina de Ambrosio y como nadie da el “habitable” a su informal timbiriche, así queda este, a medio terminar y sin pintura, afeando la ciudad.

¿Se lo imponen las circunstancias? No siempre. A la hora de los trámites su compromiso fue distinto. Dijo estar en condiciones de hacer algo mejor. Cierto que enfrenta carencias –como cualquiera– para hacerse su tarima de venta, pero este espacio, desde ahora, producirá en su beneficio personal y solo mínimamente aportará al Estado, en forma de impuestos.

Tan altas le parecen estas contribuciones, sin embargo, que oferta sus productos –puesto de acuerdo con sus congéneres– al mayor precio que le sea posible. Se ampara en la ley de oferta y demanda. Tampoco rebaja el valor a los de segunda o tercera categoría, ni a aquellos que se pasaron de tiempo o van camino a los desperdicios. Él afea, gana y no pierde. Quienes pierden somos usted y todos nosotros, quienes debido a las circunstancias estamos obligados a comprarle.

Y si reclamas, te rebatirá –como me ocurrió– con argumentos bien contundentes y mejor fundados: ¿Dónde rebajan el precio a los huevos de gallinas primerizas que parecen de palomas o te devuelven 25 centavos por cada pan de 60 gramos, con un cuarto menos de la masa establecida para la canasta familiar normada y por el cual continúas pagando un peso?

No es mala defensa la suya. Tiene buena cobertura. Los inspectores de ornato y la oficina de Protección al Consumidor… como si miraran para otra parte, esperando porque otros decidan lo que a ellos compete.

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