Cada sábado se hace menos dramático el cariz de los precios de productos de primera necesidad en la ciudad de Guantánamo, como consecuencia de una feria que ha demostrado ser paliativo en las circunstancias actuales

GUANTÁNAMO.–Carlos Manuel y Luz Caballero, ¿dónde si no?», dice alguien, en alusión a dos calles. Van de prisa, llevan jabas. La mañana guantanamera le sonríe en el mismo centro de la urbe. Es sábado, día «niño lindo» de la semana para quienes viven aquí.
Cada jornada sabatina es de feria desde hace diez meses, la gente la espera con ansiedad. Luz Caballero y Carlos Manuel se convierten en las arterias más concurridas de la ciudad. Allá va el grupito de mujeres con jabas; y Granma, por pura coincidencia, detrás.
«Menos mal, mija», celebra una, «nos quitamos de arriba el correcorre de la semana, ¡qué alivio!», y abre los brazos como quien disipa una carga. «No voy a comprar yuca hoy –matiza otra–, me queda bastante de la feria anterior. Ahora vine por picadillo, pescado, salchicha, boniato y unos cambutes».
Poco a poco la plática va haciéndose ininteligible al oído, se pierde a la altura de los primeros puestos de venta. Luz Caballero es un enjambre de gente: vienen y van como bibijaguas, cargadas de viandas, frutas, hortalizas, productos del agro de todo tipo; también de aseo y de cárnicos. Los llevan en hombros o en carretillas.
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En cunetas y bocacalles hay camiones y tractores repletos de productos. Frente a ellos la concurrencia es nutrida y la organización aceptable, no se ven tumultos. La solvencia de mercancías no deja espacio a preocupaciones entre los allí concentrados.
Los carros vienen de El Salvador, Manuel Tames, Yateras, el Valle de Caujerí y San Antonio del Sur. Los suministradores han llegado temprano, «por la madrugada», precisa Osmagly Domínguez, desde la cama de uno de los tractores. El vehículo pertenece a la granja Limones, del municipio de Niceto Pérez. Trajo unos mangos que invitan, a cinco pesos la libra los vende Osmagly.
Esa cuantía es tres veces menor que lo que cuesta de lunes a viernes la misma cantidad del producto en cualquier otro punto de la urbe, excepto en la calle 7 oeste, desde el 2 hasta el 8 sur, ¿dónde si no? Allá se quintuplica el precio, aunque la oferta es de inferior calidad y nada fiable en la pesa. En materia de precios abusivos, la calle del 7 oeste es la llaga, y la feria de Carlos Manuel y Luz Caballero el calmante.
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Norgia Ruiz Serré se detuvo ante una carreta, marcó en la cola y esperó con paciencia. Llegado su turno, «15 libras de boniato», solicitó, luego fue alargando el pedido: «cambute, pepino, algunas frutas…», hasta llenar un par de jabas de buen tamaño.
«Compré para mi casa y llevo también para mi mamá», dice la mujer. Vive en Pastorita, reparto del noroeste de la ciudad. «No es que todo ya esté resuelto –razona–, pero esta feria a mí me trae mil alivios».
A juzgar por lo que relata ella, contadora en la Delegación Provincial del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (Citma), antes de surgir este espacio no podía contabilizar los dolores en su cabeza al final de cada jornada: «A veces salía a toda marcha en busca de vendedores para comprar el completo de la comida de ese día, y el almuerzo del próximo. En casi nada se me iba el salario, no tenía alternativa».
–¿Y los precios en esos puntos?
–¡Uff!, ya le digo –coloca las dos jabas sobre la acera y auxilia la comparación con los dedos–, una libra de boniato aquí, ¡y mire qué boniatos!, uno se la lleva por 20 pesos; a 50 y más los venden otros por ahí, algunos cobran 45. Una libra de pepino en la feria vale 20 pesos, al revendedor hay que pagársela casi al triple.
«Calcule más o menos en esa misma proporción la diferencia de precio y de calidad en cualquiera de los productos que se venden cada sábado aquí, y los que usted tiene que comprar en otras partes –invita Norgia–; aquellos no resisten la comparación.
«No es que las cosas aquí sean baratas –continúa ella–: bastante caras están todavía, esa es la verdad, pero que cuestan muchísimo menos que en otras partes, y que están al alcance de más personas, también es cierto. Mire qué cantidad de gente viene a comprar.
«¿Se imagina las 15 libras de boniato que me llevo en 300 pesos?, en otra parte me habrían costado como mínimo 675. No hubiera podido comprarlas, tampoco el pepino. Aquí llevo el consumo de casi dos semanas; esto me ahorra tiempo, preocupación y dinero. Otra ventaja es que pude hacer el pago por transferencia. Busque fuera del área, a ver si es igual».
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Un hombre se abre paso entre la multitud. Al hombro lleva una jaba hinchada de frutas; en una mano dos piñas unidas por una cuerda; en la otra el racimo de un plátano casi exótico ya en la ciudad. «Guineíto de cafetal» le llaman aquí, es delicioso, se da casi silvestre entre los cafetales de las montañas guantanameras.
«¿Qué le parece la feria?», le pregunto entre el gentío a Rosendo Planche, otro que también se va con su carga. «En verdad no me quejo», responde el jubilado, «solo me pregunto por qué no la desagregan. Hay bastantes productos, puede venderse una parte en el sur y el norte de la ciudad, en los repartos Obrero y San Justo. Eso evita aglomeración y a las personas les acerca más el servicio».
Una opinión similar expresa Eduardo Castillo, en Carlos Manuel, la arteria contigua en la que él vive y comercializa su vino. Allí aparecen pescados, módulos de aseo, bebidas, conservas y otros productos.
Igualmente, Nilda Guibert, quien viene desde la comunidad de Isleta, cree que la feria «llegó pa’ quedarse, aunque al principio hasta yo misma pensé que sería algo pasajero».
Pero también ella quisiera verla extendida a los extremos de la ciudad, «porque muchos vienen desde esos lugares aquí, a comprar para consumo propio; pero hay unos cuantos acaparadores que compran por cantidades y, al otro día, están por ahí, sacándole el triple del dinero a la mercancía».
Sobre este particular indagó Granma entre varias formas productivas que venden en la feria, y en todos los casos admitieron no tener límites en la cantidad que pueden venderles a un mismo comprador.
Ojo: el sábado, 3 de agosto, ante la vista pública, un solo cliente facturó más de 20 cajas de pollo en una mipyme en función de la feria, en la calle Carlos Manuel, entre Pintó y la Avenida.
A los que estaban en cola desde temprano en ese lugar, el ente vendedor le anunció que el producto era poco y estaba casi agotado. La reacción fue de entendible inconformidad; un cuerpo de inspectores le salió al paso a la presumible ilegalidad.
En la sexta ciudad más poblada de Cuba, también la feria sabatina se ha convertido en una suerte de «niña linda». Tal vez no sea la solución ideal a la que se aspira, pero en la actual coyuntura parece la mejor alternativa posible. Y, como a Norgia Ruiz, a la familia guantanamera la feria le trae «mil alivios». Hay que cuidarla, porque es prueba de que «se pueden hacer cosas diferentes».

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