«¿De dónde sacan la leche en polvo?; y los huevos, que tampoco faltan allí por cartones, ¿de dónde salen?»… Una avalancha contra el pillaje; o se arranca ese «comején», o erosiona la «madera preciosa» del socialismo nuestro

GUANTÁNAMO.–La noche más oscura de la vieja Lala se le posó en los ojos en plena mañana de un jueves reciente, bajo el sol implacable de principios de julio, cuando «¡un garrotazooo… !» buscó el monedero enclenque de la ancianita. «¡Todavía me acuerdo y siento e’calofrío!», confiesa.
Ella vive sola casi todo el tiempo. Las tardes-noches de viernes le devuelven a la nieta desde la universidad de Santiago; «viene y se queda conmigo los fines de semanas». Lala siempre trata de guardar lo mejor que consiga, «pa’ cocinarlo cuando ella esté».
«Una comidita mejorada», en compañía de la joven, le vendría bien en la noche, pero el día antes el contenido del plato fuerte no estaba; la anciana fue por él; y, para desdicha suya, eligió el tramo de la arteria que, a fuerza de altos precios y engaños al por mayor, acapara los adjetivos más antipáticos entre todas las calles de esta urbe.
«Dígame, abuela», reclamó el vendedor en un punto de la calle 7 oeste, entre 2 y 3 sur. «Pésame una libra de carne de cerdo; que no tenga mucha manteca ni hueso, ¿oíste?». Cuando ella se lo dijo, el ventajista se mordió los labios, arrugó la frente y movió la cabeza «como si yo lo hubiera tratado mal».
Y cuando, en pago, le entregó medio millar de pesos, «me miró con cara de qué sé yo», y le dijo que faltaban 200 pesos. «¡¿Que son 700 por una librita de carne?! ¡Mijooo, este cartel dice que son 500!».
«No tengo mucho tiempo, mi vieja –advirtió el negociante–; ese cartelito es para el inspector», concluyó. «Ni siquiera tuvo en cuenta mi edad», recrimina Lala. Pero –interrumpo jocoso–, ¿la libra era de carne o de oro? «¿Oro?… ja, del que defeca el moro –replica con mirada rígida ella–; este caldo no está pa’ chiste».
Dice que al instante le devolvió al timador el producto, tomó de vuelta el dinero y salió de allí. «La rabia me o’cureció la vista; yo iba turuleca, llorando; un caballo por poquitico me choca».
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Al día siguiente, en el mismo sitio: «¡Le ronca, compadre!», reniega un hombre. «¡Pollo líquido, mira esto!». «Na’ –ironiza el que va a su lado– pa’ abreviar la sopa».
En efecto, quien la compre en el 7 oeste, desde el 2 hasta el 8 sur, descubrirá la materia-carne de pollo en un estado hasta hace poco no atribuido a ella: el líquido forma parte de las diez libras en cada paquete vendido a 4 000 pesos allí, donde unos precios sobrepasan la cima del Everest y ciertos productos asoman como traídos por efectos de magia negra.
«¿De dónde sacan la leche en polvo?», inquiere la guantanamera Siomara Begué Quiala; «y los huevos, que tampoco faltan allí por cartones, ¿de dónde salen?».
Siomara, hasta su jubilación hace poco, encabezó en el municipio de Guantánamo la Dirección Integral de Supervisión (dis). Sus preguntas ponen «el dedo en la llaga del celo administrativo» y en las «polillas» del descontrol infiltradas en entidades en las que –se supone– funcionan, vamos a ver… administración, sindicatos… factores; pero se fugan recursos.
Hay quien invoca el mal desde la sátira callejera; «jajá», reacciona una mujer ante la ingenuidad fingida en una pregunta de Granma. Habla en voz baja mientras caminamos despacio. «¡Quééé va, mi vida!; esa leche en polvo no viene del exterior ni de almacén estatal alguno!; ¡na!; esa, como los huevos que se venden aquí, los vendedore’ la sacan de su sombrero de mago; y si el inspector viene, ¡abracadabra, desaparecen!».
«¿Viste las pesas? –sigue irónica la mulata–; se ven de’mandiletá, pero tienen, eeh… ¿cómo le llaman a eso nuevo de ahora?… inteligencia artificial; ¡uyuyuy!, ¡como quiere un aparato de eso’ a su amo! –y suelta una carcajada–; al comprador siempre le dan la mala. En otra parte no sé, pero aquí, en el 7 oeste, la pesa es la mejor amiga… del tramposo, jajá».
«¡Ah, pero con sus pesa’ cuidadito, papiii!; ¡que se atreva alguien a decir que ese equipo se equivocó, pa’ que tú vea’ la que se arma!; esos tipo’ son guapetonee’¡ Yo he visto ahí cada salpafueraaa…! Bueno… me callo y me voy; chaito». Desaparece ella por otra calle, y Granma da media vuelta.
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Martes, casi las seis de la tarde; otra vez en el 7 oeste, una víctima. «Cinco libras de carne (de cerdo)», solicita. «No te lleve por lo que dice el caltón –el dueño del producto le aclara–; eso ’ta ahí pa’ tapal la vista del impectol; el precio real son 700 (pesos)». El cliente levanta las cejas; «entonces pésame nada más cuatro libras».
Otra víctima trae sudor y disgusto en la cara; en una mano la pesa digital; en la otra una bolsa de carne. «¿Pasó algo?», se adelanta el estafador. «Sí, mira pa’ acá», contesta el recién llegado, mientras le rectifica el peso al producto. «¡No, no, no brother!», replica el otro; «yo me guío pol mi pesa, no pol la tuya».
«Pero compadre –vuelve el reclamante molesto–, me cobraste ocho libras y me diste nada más seis y media; dame las que me faltan. «Vamo’ a hacel una cosa, men», dijo exaltado el exprimidor, «dame mi calne y coge tu plata». El silencio selló el acuerdo.
Sobre cartones de tamaños distintos y contornos irregulares pululan los anuncios de «precios ciegainspectores». Al timador se le raya el «disco» de tanto rectificarle en voz baja a cada cliente lo que en realidad tendrá que pagar: 500 pesos por un tubo de pasta dental, 130 por una libra de malanga, 350 por una de azúcar, 400 por la de pollo; a 1 100 la libra de leche en polvo; a 3 000 el cartón de huevos…
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Cuando Granma casi se marcha, un coche, tirado por un caballo de los que a toda hora circulan por esa vía, se detiene a recoger pasajeros. El jamelgo aprovecha, evacua la vejiga y libera unas flatulencias sonoras. Refunfuña la mujer que atraviesa la calle con una porción de ovejo en la mano, y se pone un pañuelo en la nariz. «Quítate eso, mamita –importuna un transeúnte–; anda, dale gracia’ al caballo por el aliño pa’ tu carnecita», y detrás una sonrisa grotesca.
De esos «aliños» allí no escapa ningún producto. Timbiriches, corredores, portales, carretillas y aceras los exponen en los flancos del sube y baja de vehículos de tracción animal. ¡A las autoridades sanitarias del Alto Oriente cubano las desafía el 7 oeste, desde el 2 hasta el 8 sur. Hay que ver el aspecto de unos cuantos puestos y revendedores en ese tramo.
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Viviendas adentro –reza un «chuchuchú» de la calle–, escondrijos cómplices ocultan productos de procedencia dudosa, algunos en volúmenes abultados. El titular de cada almacén, según el «runrún», cobra por el servicio; todo el que está en el rejuego le saca partido, asegura Siomara Begué.
Bravuconería no ha faltado frente a los intentos de devolverle la legalidad al lugar; un «voy a poncharte la rueda del carro», dicho en su cara a una autoridad de inspección; un amago de violencia contra otra inspectora –el agresor fue llevado ante la justicia–, y el «te vamos a pasar por arriba», dirigido a la propia Siomara, hablan de otros «blindajes» de los mercaderes del sitio, en procura de impunidad.
Si «olfatean» algún inspector cerca del tramo de la engañifa, «¡aguaaa!», se oye en la esquina del 7 oeste y el 2 sur; «¡aguaaa!», de boca en boca pasa como un relámpago la palabra hasta el 8 sur o a la inversa; señal de alerta; secreto vox populi; novelescas escenas con personajes reales, pertrechados de carnes, aceite, productos del agro… impudor y mucha codicia; detestables.
La exdirectora de la dis en Guantánamo fue testigo de una venta forzosa de frijoles, tras aplicarle al violador la multa correspondiente; la gente compró; después la autoridad se marchó. Pero la verdad pasó enmascarada y golpeó más tarde a Siomara Begué; «la venta fue un simulacro», lamenta.
Allí los negociantes tienen «compradores de mentiritas». En casos de venta forzadas, les «compran», después les devuelven la mercancía; reciben a cambio «una comisión monetaria».
Contra ese oportunismo que le oscurece la mirada a la vieja Lala y a no pocos en esta Isla, Cuba emprende una nueva cruzada. Ojalá barra las impurezas de la calle desairada por mil ladinos en un espacio de la urbe guantanamera.
Setenta y siete grupos de trabajo le salen al paso a pecados de lesa legalidad en tierras del Guaso; la misma avalancha recorre todo el país; va contra el pillaje. Enhorabuena. O se extermina ese «comején», o erosionará la «madera preciosa» del socialismo nuestro.
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