¿Precio para la empatía?

Imaginemos lo siguiente. Una persona acusada de robo llega a juicio. La evidencia es mínima, pero el testigo lo señala con total seguridad. ¿Es suficiente para enviarlo a prisión? ¿Y si te dijera que ese testigo podría estar equivocado, aunque crea que está diciendo la verdad?

La justicia no es tan objetiva como parece. En realidad, está llena de emociones, prejuicios y errores humanos que cambian el rumbo de los casos; de ahí que Togas negras, batas blancas es una columna que me concede el Victoria y donde estaremos hablando, cada 15 días, sobre Sicología Jurídica, a partir de casos reales y testimonios de expertos porque la Sicología desempeña un papel clave en la justicia y queremos que sean parte a partir de sus opiniones.

¿Qué sociedad queremos construir? La pregunta no es técnica sino moral: una que reduce el dolor humano a bytes intercambiables o una que elige preservar la dignidad, incluso, en lo digital. El poeta Joan Margarit escribió: “El respeto es la única moneda que no devalúa la inflación”. Quizá sea hora de usarla.

Para adentrarnos en el tema, en ese sufrimiento convertido en show, citaré este ejemplo. Era medianoche en Estambul cuando Aylin, refugiada siria de 14 años, subió un video a TikTok. No era un baile ni un meme, ni un tutorial de maquillaje. Era el sonido de las bombas cayendo sobre su barrio, capturado con un teléfono tembloroso.

En solo 48 horas el clip tuvo 12 millones de reproducciones. Los comentarios se dividían entre lágrimas virtuales y acusaciones de montaje (fakenews). Aylin no volvió a publicar. Su trauma, sin embargo, siguió circulando: editado como meme, usado en debates políticos, convertido en stock audio para creadores de contenido.

Este es el nuevo destino del dolor humano en la era digital: materia prima para algoritmos que premian el morbo, la indignación y la lágrima fácil. Un mercado donde las tragedias se cotizan en clics, las víctimas pierden su nombre y la empatía se reduce a un emoji.

Durante el ataque terrorista en Christchurch, Nueva Zelanda, en el 2019, el asesino trasmitió en vivo su masacre en Facebook. La plataforma tardó 29 minutos en retirar el video, pero para entonces ya se había replicado 1,5 millones de veces. Según un estudio de la Universidad de Auckland, el 78 por ciento de quienes lo compartieron no verificaron su contexto. Lo hicieron impulsados por una urgencia primal: ser los primeros en mostrar el horror.

Tal fenómeno no es un error del sistema, es el sistema funcionando a la perfección. Los algoritmos de redes sociales están programados para priorizar contenido que active la amígdala, el centro cerebral del miedo.

Un estudio en Nature Human Behaviour (2022) reveló que las publicaciones negativas tienen un 50 por ciento más de probabilidades de volverse virales que las neutrales. El resultado es un feed interminable de guerras, accidentes y abusos, presentados con la misma estética adictiva de un reel de cocina.

Desde la Sicología Jurídica esta dinámica plantea un problema inquietante: la revictimización digital. El dolor de las víctimas se convierte en espectáculo replicado sin su consentimiento, perpetuando el trauma en cada visualización, comentario insensible, transformación en meme. En este escenario el daño sicoemocional no termina con el hecho traumático, sino que se extiende de manera indefinida en el espacio virtual, sin posibilidad de reparación.

En el 2022 la Dra. Laurie Santos de Yale realizó el siguiente experimento: mostró a estudiantes imágenes de crisis humanitarias mientras monitoreaba sus respuestas neuronales.

La primera vez hubo picos de actividad en la corteza cingulada anterior (asociada a la empatía). En la décima exposición las curvas se aplanaron. “El cerebro humano no está hecho para procesar tanto sufrimiento ajeno”, explicó Santos. “Se protege desconectando”.

Este compassion fade (la erosión de la empatía por sobrexposición) tiene consecuencias perversas. Durante la guerra en Ucrania, por ejemplo, las donaciones internacionales cayeron un 40 por ciento tras el primer mes de cobertura masiva, según la Onu. El dolor, convertido en espectáculo diario, dejó de movilizar.

Aquí entra en juego otro aspecto crucial de la Sicología Jurídica: el impacto de esta desconexión emocional en los procesos de justicia. La desensibilización masiva frente a la violencia y el sufrimiento ajeno puede influir en la percepción social de las víctimas y en la construcción de narrativas que minimizan o cuestionan su dolor. En el ámbito jurídico esta pérdida de empatía puede traducirse en juicios menos favorables, sentencias más indulgentes y una disminución en las demandas de reparación y justicia.

Engagement-based ranking, así lo llaman en las oficinas de Silicon Valley, y es la fórmula secreta que decide qué videos ven 3 200 millones de usuarios diarios en TikTok. Un documento interno filtrado a The Wall Street Journal en 2021 reveló que la plataforma prioriza de manera deliberada contenidos que generan “alta activación emocional”, en especial ira y miedo, porque mantienen a los usuarios desplazando la pantalla dos o tres veces más que post neutrales.

El mecanismo es diabólicamente simple: Un usuario ve un video de un perro maltratado. El algoritmo detecta que se detuvo tres segundos más que el promedio. Recomienda diez videos similares: gatos atropellados, circos con elefantes encadenados, mataderos clandestinos. En 20 minutos el feed se convierte en un snuff film involuntario.

Según la Unesco el 68 por ciento de los adolescentes prefieren ver contenido “impactante” en redes antes que noticias tradicionales. No por morbo, dicen, sino porque “se siente más real”. La paradoja: cuanta más violencia consumen, menos capacidad tienen para procesarla.

Esto abre la puerta a una forma moderna de violencia simbólica. La normalización de la exposición constante al dolor y al sufrimiento degrada el sentido de justicia social, debilitando la percepción de la gravedad de ciertos actos y afectando la construcción de políticas públicas orientadas a la protección de las víctimas. Cuando el dolor se convierte en entretenimiento, la exigencia de justicia pierde fuerza.

Meta en 2024 reportó ingresos récord: 134 000 millones de pesos en gran parte de anunciantes que pagan por segundos de atención capturados entre videos de guerras y desastres. Cada lágrima digital tiene un valor concreto: $0.0003 por impresión, según calculó Forbes. Mientras, las víctimas como Aylin no reciben regalías ni protección. Su dolor es mercancía de un mercado donde ellos son los únicos que no cotizan en bolsa.

El problema legal es abismal. La Ley de Servicios Digitales (DSA) de la UE exige a las plataformas eliminar contenido dañino en 24 horas. Pero, como explicó la abogada española Elena Ferreres: “Es como pedirle a una hidroeléctrica que filtre el agua mientras inunda pueblos río abajo”. Los algoritmos siguen siendo cajas negras, y el “derecho al olvido” es inútil cuando un video se replica en 50 servidores offshore.

Este vacío legal también tiene implicaciones sicojurídicas. La falta de regulación efectiva perpetúa la indefensión de las víctimas y obstaculiza los procesos de reparación. Se hace indispensable diseñar estrategias robustas y multidisciplinarias que, desde la sicología aplicada al ámbito judicial, permitan evaluar de manera precisa el daño síquico generado por la exposición digital involuntaria.

La próxima vez que un video de sufrimiento aparezca en tu feed, haz una pausa. Pregúntate: ¿Estoy informándome o entreteniéndome? ¿Quién gana con mi clic? Y, sobre todo: ¿Compartirías esto si fuera tu hermana, tu hijo, tu historia?

En el mercado global de las lágrimas digitales, cada uno de nosotros es a la vez mercancía y comerciante. La pregunta no es si podemos detener los algoritmos, sino si tenemos el coraje de dejar de alimentarlos. Después de todo, como recordaba Primo Levi: “Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia”. Y en la era digital, la indiferencia tiene un nombre: desplazar hacia arriba.

(*) Sicólogo

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Columna Isla de la Juventud
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