Entre el ir y venir de la vida cotidiana, existen lugares y personas especiales que tejen futuro con hilos de paciencia y ojos que todo lo ven. No llevan batas blancas ni títulos colgados en la pared, pero su sabiduría viene de un manual escrito a pulso: el amor que no se cansa.

Aunque en la Isla de la Juventud son pocos los emprendimientos femeninos que se dedican a la asistencia para la atención educativa y de cuidado de niños en la modalidad de gestión no estatal, las seis “casitas de cuido particulares”, como se conoce en el argot popular, han llegado a la familia pinera como pequeños faros de amor, dedicación y aprendizaje.
Me toca de cerca la experiencia con mi hijo más pequeño que absorbe sobremanera el catarro, la alergia, el estornudo… que estén por los alrededores. Entonces decidí, por recomendaciones, llevarlo a uno de estos sitios, donde las matrículas son reducidas y la atención personalizada.
La aceptación del bebé cuando se enfrentó a lo nuevo fue extraordinaria. Encontró una educadora que con creatividad y paciencia convierte cada día en una aventura: desde canciones que enseñan los colores, hasta juegos que esconden lecciones de solidaridad y respeto. No son solo espacios de guarda, sino semilleros de futuro, donde se siembran las primeras letras, los abrazos que calman y las sonrisas que dan seguridad.
Varios son los sectores que controlan esta actividad no estatal entre ellos el Ministerio de Educación como organismo rector metodológico. Además, participan en los diferentes trámites, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Salud Pública.
Al decir de Daima Batista Pérez, jefa del Nivel Educativo Primera Infancia en la Dirección General de Educación en la Isla de la Juventud, las promotoras del Programa Educa a tu Hijo, el cual funciona desde el consejo popular, son las encargadas de velar por el perfeccionamiento de la atención y preparación de quienes desempeñan la labor a partir de cursos de capacitación.
Sin dudas, estas clases las convierten en arquitectas de lo cotidiano: La sala de su casa es un aula donde las hormigas enseñan sobre el trabajo en equipo. Transforman la merienda escasa en un banquete de risas, “¡Hoy compartimos hasta las migajas!”. Inventan canciones con nombres de los niños para que aprendan a escribir sin lágrimas.
Son de las tantas anécdotas de madres como Yoena que me llegan. Ella me cuenta que su hijo Jean apenas hablaba con tres años debido al contacto permanente y sin horarios de los muñes en el televisor. Desde que asiste al “cuido” el pequeño dice frases de dos palabras, y hasta cuenta del uno al diez cuando ve algún número pasar.
En esta casita mágica, cada niño tiene su vaso, plato y cubierto de un color que los identifica. Los padres somos los responsables de administrar dos meriendas y almuerzo. Tía Yane, como cariñosamente le dicen, es la encargada de cumplir con sus horarios de aprendizaje, alimentos y sueño. Y en medio de la ajetreada jornada recibimos fotos de las actividades educativas y los progresos del día vía WhatsApp.
Parte de las anteriores rutinas son supervisadas, todos los meses, por el área de salud a la que pertenecen, según explicó al semanario Leandro R. Cancio Fonseca, director del Centro de Higiene, Epidemiología y Microbiología.
“Estas inspecciones se hacen con el propósito de comprobar si se mantienen los requisitos que se exigen para los permisos de la licencia sanitaria, dentro de los que destacan la presencia de iluminación tanto natural como artificial, ventilación adecuada, áreas seguras de juego y sueño, pruebas de examen parasitológica cada seis meses para corroborar el estado de salud del menor, entre otras”.
Al final del día, la magia de tía Yane está en los detalles que nadie ve. En cómo memoriza cada alergia y prefiere quedarse sin comer antes que un niño no tenga su plato. En el cuaderno secreto donde anota los progresos de cada pequeño: Hoy Darío dijo ‘gracias’ sin que se lo pidieran. En los abrazos que calman el susto por un rasguño… o por la ausencia de mamá que trabaja lejos.
No son solo cuidadoras: son sicólogas de berrinches, enfermeras de rodillas raspadas, contadoras de historias que sanan. Su mayor logro no se mide en notas, sino en esos niños que años después regresan –ya altos– a decirles: “Seño, usted me enseñó a amarrarme los zapatos… y a no rendirme”.
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