
Nunca sus vientres acogen a diminutas criaturitas, con seguridad miran con recelo ese privilegio exclusivo de las mujeres de sentir pataditas, movimientos y esa cercanía que se va gestando muy dentro de ellas durante nueve meses y por siempre.
Mientras, ellos se conforman con acompañar, tocar y mirar con esa rareza que se entremezcla con ternura hasta que llega el bendito día en que el alma se les estremece y el orgullo se les agiganta porque al fin… son papá.
Y esa primera imagen de verlos ya arropados y envueltos en pañal la graban en su memoria para siempre, como para siempre también es ese compromiso que contraen con ellos mismos para educarlos, acompañarlos y quererlos por el resto de su vida porque hasta los movimientos, ocurrencias y sonrisas más leves les roban el corazón.
Sí, es Día de los Padres, en Cuba se celebra cada tercer domingo de junio. Y puede que no resulte tan altisonante como el de las madres, pero ambas festividades tienen connotación porque criar, educar y llevar de la mano por los laberintos de la vida no es oficio cualquiera.
Muchos de ellos saben de coser y lavar pañales, tirarse en el suelo y gatear a la par de su crío, salir corriendo para no llegar tarde al círculo infantil o la escuela, leer libros e inventar historias de brujas malvadas, poner pañoletas, armar casas de campañas rústicas en acampadas, acompañarlo a buscar una flor y un caramelo porque su hijo quiere agradar a una niña del aula.
Pero ser papá alcanza otras dimensiones. Conozco, incluso, a quienes no han procreado y disfrutan cada día de un “papi” que lo ha ganado a fuerza de amor y desvelo; a otros no les importan los estereotipos ni los genes, mientras hay quienes asumen solos la educación de sus hijos.
Llega su día y los hijos nos volvemos locos por encontrar obsequios y la mejor manera para honrarlos, pero aunque los sorprendamos con alguno de sus detalles favoritos bien sabemos que no existe regalo mayor que el de nuestra propia existencia.