MAL TRATO

Hay un viejo proverbio que más o menos dice así: “Nunca hagas a nadie lo que no te gusta que te hagan a ti”. La idea se parece al imperativo categórico del filósofo Emmanuel Kant, que reclama una ética universal entre los hombres. Lo cierto es que a nadie le gusta que lo traten mal. Entonces, por qué algunos lo hacen.

Estoy en una oficina de trámites. La persona que se dirige al público parece que resume en el rostro un campamento militar y todas las quejas que pudieran hacerse sobre el mal trato. Sus gestos son autoritarios y se molesta si le hacen preguntas. No parece estar allí para atender sino para herir.

Detrás de la mesa, donde está sentada, hay un librero. ¡Un librero!; repaso la vista y de pronto, ahí está el Popol Vuh, un texto clásico de la cultura Maya donde los hombres son hechos de maíz. ¡Cuánta cultura para tan poca cultura! El contraste es mayor al ver a su derecha, en enorme formato, el concepto de Revolución.

En otro sitio, donde se ubican las oficinas del Registro Civil, salta una portera que grita: “¡Dije que la cola es pa’fuera, no quiero repetirlo dos veces!” Una mujer atraviesa el gentío y le da un presente. La portera cambia de tono y dice: “¡Ay, mi amor, pero por qué hiciese eso…!” Pero yo no tengo más presente que dar que mi paciencia.

En el Cuerpo de Guardia, la paciente, pacientemente y con nerviosismo, se va a inyectar. La enfermera lee el método y luego le espeta, con el mismo gesto autoritario de la compañera de trámites, casi tirando las ámpulas en la mesa. “¡Si alguna es de afuera no te puedo inyectar!” Las revisa: “Dos de las vitaminas son cubanas, la tercera es de afuera, ¡no te puedo inyectar!”

La paciente busca en el bolso para ver sin anda con dos de a quinientos y convertir la de “afuera” en nacional, pero esta vez no es posible. Es cierto que hay protocolos, pero no hay que aplastar la buena educación.

Necesito una paleta de ventilador y allí hay un timbiriche estatal, en moneda nacional, con diversos productos: “Buenos días, ¿tiene aquí paleta de ventilador?” La voz se le atora en la garganta y casi grita: “¡Aquí se venden productos de la agricultura, machetes, sogas, guatacas…!” ‘Ah, gracias’. Cuando doy la espalda y algunos pasos, la voz pasa por delante y choca contra la pared de un edificio: “¡Por nadaaaa!”

Trato de pensar en la sabiduría de Salomón, con aquel: “Nunca respondas al necio a la altura de su necedad para que no seas igual que él; responde como merece su necedad para que no se crea sabio en su opinión”. Por otra parte, pienso en la guitarra que ríe en la carátula del libro de Samuel Feijóo: El cantar y el saber de Juan Sin Nada; y desde una página salta el proverbio: “Hay que tener educación para soportar la mala educación de los demás”.

¿Es que hay una sobredosis de estrés combinada con mala educación? Una parte de la respuesta la encuentro en un círculo infantil. La “seño” grita a los niños, y hasta suelta una palabrota para dar una orden y restablecer la disciplina.

Pitágoras, o algún pedagogo de aquellos tiempos, se asoma por la puerta para decir: “Educad a los niños y no tendrás que castigar a los hombres”. Y nuestro Martí siempre regresa para decirnos: “La calle es culpable cuando no educa”.

El asunto es preocupante: la mala educación pulula como la mala hierba. Hay basura en las esquinas, y en las almas. La primera puede recogerse; pero, ¿cómo arreglar el corazón?

(*) Colaborador

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