LOS SILENCIOS DE MARTI

Aquí estoy, en el silencio de una tarde de abril, que no siempre es un mes tan cruel; entro a Isla de Pinos, camino hasta El Abra de La Sierra de las Casas, … busco la respiración de Martí, aparto la vieja capa de los gritos y los días.

Redacción digital

Al fin, lo encuentro… Tiemblan las hojas bajo la ceiba y el curandero espiritual de mi país se acerca por la ventana, trae una cruz en los hombros, una sonrisa y las palabras que dirá desde un rancho en la manigua: “La noche bella no me deja dormir”.

A lo lejos, todavía suena el remo en el mar. Yo sé que Elegguá cuida los caminos y Martí está en el portal de su tierra, cerrando el paso a los peligros y abriendo los brazos a todos los que saben amar y a los que odian y destruyen.

Pero, ahora le pregunto a José Martí por la Isla de Pinos, El Abra, una palabra acerca del catalán José María Sardá, y no responde; eso nos perturba como el misterio que guardan los labios mudos: Y esos son los silencios de Martí.

En toda su papelería no hay una página dedicada a Isla de Pinos, al Abra, a José María Sardá; ni siquiera a Trinidad Valdés, salvo la dedicatoria del retrato perdido. Un viejo proverbio swajili dice que mucho silencio produce un gran ruido. Hay un gran ruido lleno de enigmas, un enorme silencio que se estanca en el tiempo.

Nada dice de la muchacha que se empeña en recordarle a la Patria; y es raro, porque hasta de una experiencia que tiene a los diez años, con el padre que acompaña a Honduras Británicas, deja apuntes de aquella familia que le dan dulces y atenciones.

Ni siquiera cuando quiere escribir sobre los momentos supremos de su vida, de la vida de un hombre: lo poco que se recuerda, como picos de montaña, nos habla del Abra, ni de aquella familia cubana y catalana.

Una pregunta permanece, descortés y tenaz, como la luz que se cuela por la hendija de una pared: ¿El silencio de Martí es el silencio terrible de los apaleados en las canteras de San Lázaro?

Hay un indicio para explicar tan hondo silencio, y es que Leonor quema las cartas de Martí; al fuego tanto dolor y desespero; en esta carta del 14 de octubre de 1881 la madre le revela al hijo:

“Es el caso que yo guardaba todas tus cartas, con la esperanza de que algún día tendríamos tranquilidad para repasarlas juntos y reír o llorar con ellas, pero viendo que esto se alarga mucho, que yo puedo morir, y ellas ir a parar a manos extrañas, determiné romperlas, pero ni tuve valor sin darles otro repasón, y como algunas tienen ya la tinta apagada, he hecho mucho esfuerzo, pero ya se acabó la obra, y no me pesa, pues rara es la que no tenía un ramalazo que no me hubiera gustado que otro las leyera”.

Las cartas, escritas bajo la sombra del Abra, tienen en esa fecha 11 años. ¿Están entre las que tienen ya la tinta tan apagada? Tal vez, entre las manos que rompen aquellas agónicas letras se rompen los días del Abra, la familia del catalán, las manos y la voz que le curan, la noche cayendo sobre los árboles hasta convertirlos en fantasmas sin color ni forma.

Pero en el fondo de este mar apagado y sin palabras, José Martí se encuentra ante un gran dilema: El mismo catalán que arriesga, incluso la confianza de los poderosos, y ayuda al infidente, es el que arrienda una cantera donde los presos pican piedras para la construcción de murallas, y son despedazados por el crimen y la negación de Dios.

Hay algo más, los esclavos que ve Martí en la finca el Abra son tratados con humanidad, pero eso no les niega su condición de esclavos. Esa es una gran pena sin nombre. Y cuando Martí no puede criticar algo, prefiere el silencio.

José María Sardá muere el seis de mayo de 1889; y al Diario de Campaña de José Martí le faltan las páginas correspondientes al seis de mayo de 1895. Hay páginas que se pierden en un diario; otras, se arrancan de la historia, sin dejar rastros, solo un silencio lleno de vaporoso y permanente ruido. Tal vez no es nada, solo el silencio de quien vive de prisa, como una luminosa estrella que en el firmamento se deshace envuelto en cegadora luz.

 

(*) Colaborador

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