
Una brisa salina, la misma de siempre, barre la costa del malecón pinero en la Isla de la Juventud, pero este día no es un día cualquiera. Es 28 de octubre y en Cuba esa fecha tiene un nombre, un recuerdo y un ritual que se repite con la persistencia de la marea: Camilo Cienfuegos.
Han pasado 66 años desde que su avión desapareciera convirtiendo al hombre de la sonrisa ancha y el sombrero alón en leyenda y, quizás, en uno de los mártires más querido de la Revolución.
Sesenta y seis años en los que su ausencia física no ha logrado borrar su presencia simbólica. Y hoy, como cada año, miles de cubanos acuden al mar no a buscarlo, sino a encontrarlo.
El ritual es sencillo, profundo y colectivo. Desde primera hora, una marea humana, compuesta por niños de pañoleta roja, jóvenes, adultos y ancianos que aún atesoran su memoria fresca, se dirige hacia el litoral. En las manos llevan flores, girasoles, gladiolos, rosas blancas… cualquier pétalo que pueda navegar como ofrenda hacia el horizonte.
Desde cualquier pedazo de tierra que mire al mar, el gesto se multiplica. No es un acto de duelo, sino de fidelidad. Es la promesa colectiva de un pueblo que se niega a dejar a uno de los suyos en el olvido.

Su carisma era natural, su humildad proverbial y su valentía, temeraria. Mientras el Che era el rigor y Fidel la estrategia, Camilo era la espontaneidad y la conexión humana.
Por eso, llevar una flor al mar cada 28 de octubre es mucho más que un mandato patriótico. Es un acto de íntima reciprocidad. Es devolverle, simbólicamente, la belleza que su figura aporta al imaginario cubano. Él se fue al mar, y nosotros le llevamos un pedacito de tierra, de vida, representada en esa flor.
El Señor de la Vanguardia no yace en el mar. Vive en cada flor que, llevada por el amor y la memoria, surca las olas para decirle, una vez más, que su pueblo no lo ha dejado ir.
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