El siete de diciembre de 1896, poco después de las dos de la tarde, el Lugarteniente General del Ejército Libertador, Antonio Maceo y Grajales, libraba su último combate contra el Ejército Español; herido mortalmente de dos balazos, en pocos segundos se apagó la vida de quien se entregó por la redención de su patria.

“Esto va bien”, manifestó a sus compañeros de armas, cuando un balazo en la cara lo hizo desplomarse de su cabalgadura y expirar, al cabo de un minuto, en la finca de San Pedro.
Moría así el soldado que alcanzó el grado de General durante la Guerra de los Diez Años, el protagonista de la Protesta de Baraguá, el incansable luchador del exilio, el jefe de la invasión, cuyas últimas palabras reflejan el optimismo y la seguridad en la victoria que lo caracterizaron.
A su lado, como para fundir en abrazo eterno la hermosa solidaridad de los hombres que saben de la lucha, aquel siete de diciembre, prefirió morir antes que abandonar a su jefe, el tercer hijo del Generalísimo: Francisco (Panchito) Gómez Toro, nacido en la manigua insurrecta en 1876, llegó a Cuba el ocho de septiembre de 1896, con la expedición que traía el General Juan Rius Rivera.
Días antes había sido herido en el combate de la Gobernadora, por lo que todavía se encontraba convaleciente, ante lo cual tomó cierta distancia del cuartel general y del escenario principal de los acontecimientos de aquel infausto siete de diciembre cuando, enterado de la caída de Maceo, se dirigió al lugar de los hechos, sin más armas que su arrojo y fidelidad, dando por respuesta a quienes trataban de impedírselo, su heroica determinación: “Yo voy a morir también” Y junto a él se inmoló.
Maceo había arribado la mañana de ese mismo día al campamento insurrecto levantado en San Pedro Hernández, nombre del lugar próximo a Punta Brava. En las primeras horas de la madrugada del cinco, había atravesado la Bahía de Mariel en pequeño bote, acompañado por un reducido grupo de oficiales de su Estado Mayor, burlando así una vez más la inexpugnable trocha levantada por la ineficacia de la soberbia hispana. Diecisiete hombres y los tres tripulantes del bote lo acompañaron en la travesía.
Esa noche hizo el primer contacto con las fuerzas que operaban en La Habana, las que le proporcionaron cabalgaduras. El seis acompañaban a Maceo 62 hombres, después de incorporársele el refuerzo del coronel Baldomero Acosta y un escuadrón del Regimiento Goicuría. Cuando en la mañana del siete llegó al campamento de San Pedro, en total había cuatrocientos cincuenta hombres, una parte bien armados, la otra, con armas desiguales, y escasas municiones y los caballos en la misma proporción: la mitad regulares y la otra mitad jamelgos, como relata José Miró Argenter en sus Crónicas de la Guerra.
Nacido el 14 de junio de 1845, Maceo tenía al morir 51 años, se alzó por la libertad de Cuba a los 23, apenas se iniciaba la contienda del 68. Mulato, proveniente de las capas humildes de la población, representó la intransigencia revolucionaria en las jornadas oscuras del Pacto del Zanjón.
Fue uno de los más brillantes jefes militares de la gesta independentista, de lo cual dan testimonios las 800 acciones de guerra que libró en la campaña del 68 y el centenar de batallas, entre el primero de abril de 1895, fecha en que desembarcó en Duaba, provincia de Oriente, y el siete de diciembre de 1896.
Expresión de su valentía y arrojo son las veintidós cicatrices que cubrían su cuerpo, burló la muerte tantas veces en el combate, con 31 heridas de balas. Criticado frecuentemente dentro de las propias filas insurrectas por los sectores provenientes de las capas acomodadas, debido a su origen social y a su firme e intransigente actitud, fue, sin embargo, un infatigable defensor de la disciplina y del acatamiento de la autoridad del Gobierno en Armas.
Este siete de diciembre, al conmemorarse un aniversario más de su caída en combate, los cubanos lo recordamos con esa valentía demostrada en cada combate.
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