
Sobre el silencio de las piedras caen los enigmas de círculos concéntricos, acertijos, escrituras del tiempo sobre el tiempo en la morada de los primeros hombres. Rafael Calvo entra en la cueva donde se protegen el fuego y el secreto de las estaciones. Alumbra el papel que guarda el territorio del laberinto y nos devuelve el rostro de una historia.
Esta vez no es el laberinto de los sacrificios para calmar el hambre del Minotauro. Aquí, en esta Isla, el laberinto es el tiempo dibujado en los contarios movedizos. Otra vez se asoman el Yin y el Yang de las viejas lecturas ancestrales. Hembra y macho. Vulva que se abre al misterio de la vida, y falo que penetra la puerta de los comienzos.
Todo se manifiesta en las curvas de un caracol, en círculos que indican el camino del tiempo. Infinitud de ciclos que atan lunas y soles, la luz y la sombra, el rojo y el negro. La noche y el día con su cosecha.
En el punto de entrada y salida de esta rueda cósmica yacen y despiertan en el mismo ojo, que es un túnel y una pirámide al mismo tiempo. Túnel que se hunde como una raíz. Punta piramidal de ladrillos infinitos que extienden las yemas al cielo de la danza universal.
Es la huella de un trigal que vuelve a la semilla, la voz del agua dormida cuando una piedra le hunde las entrañas. Es un sol que quema y nos avisa que también el fuego sueña. Parece que Dios lanza el misterio de la luz sobre las rocas… Y Rafael Calvo recoge las huellas que habitan en los escombros callados de la luz. Y la vida comienza frente a la puerta de la muerte. En el medio, el laberinto de una isla, el tiempo, círculos que nos miran con el ojo de los enigmas.

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