El 89 seguía siendo maestro

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De pronto oigo decir que nos preparamos para el aniversario 50 del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech. Es que el tiempo voló, y se ha llevado los días de la juventud donde se desbocan los sueños.

Me asomo a la plaza de la escuela Pablo de la Torriente Brau, en Miramar. Allí comenzó todo. Era una beca para estudiantes habaneros y orientales.

Era el matutino de una mañana en el calendario cuando el director Eduardo Canciano lanzó una arenga sobre la urgente necesidad de ingresar al Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech. Había 44 captados y la meta era de 60. Pidió entonces que alguien subiera a explicar por qué no quería ser maestro. ¿Quién iba a pararse allí, ante más de 300 alumnos, a explicar la razón por la cual no quería ser maestro? El silencio era interrumpido por la insistencia del director.

Corría el año 1974 y en el maletín tenía el pasaje listo para seguir hacia el Preuniversitario cuando terminara el décimo, año terminal en la Secundaria. Nunca supe en qué pensaba cuando de la fila del grupo 12, al que yo pertenecía, salió la voz de un jodedor: “¡Julio César, va a hablar Julio César!”

Deseaba callar la voz, o volver sordo al director, pero escuché la pregunta: “¿Quién es Julio César?” Por unos instantes no me atreví a responder hasta que la precisión fue demoledora: “¡…que suba!”

Y subí, como pude, a explicar; tomé el micrófono y me dejé llevar por la sinceridad de un guajiro recién llegado del monte. ‘El problema es, compañero director, que este país no solo necesita maestros, también necesita médicos, ingenieros, obreros calificados. ¿Qué pasaría si todo el mundo se convirtiera en maestro?, porque…”.

Al llegar a ese punto, el director me arrebató el micrófono y dijo: “¡Apáguenme el audio!” Se dirigió a todos, a garganta pelada: “ ¿¡Qué diría Fidel si oye lo que este compañero ha dicho?! Es verdad que este país no solo necesita maestros, pero ahora lo que la Revolución necesita son maestros…” Continuó hablando de Martí, Céspedes, Camilo, Che y el deber…

Reconozco que en un momento sentí deseos de salir a la manigua a pelear. Quizá por eso desde el centro de la plaza salió la voz de Idelfonso Reyes: “¡Aquí el 45!” Y el director: “¡Suba, esa es la respuesta de los revolucionarios!” Yo bajé y nos cruzamos, Idelfonso con un aplauso, yo, con una vergüenza más grande que Quinta Avenida.

Pasó el tiempo. Me sentía incómodo, cuestionaba mi actitud, y pensaba en mi padre jugándose la vida en la clandestinidad, y en los que se inmolaron por nosotros.

Cuando ya nadie hablaba del asunto, entré a la oficina del director para solicitar el ingreso al Destacamento; me dijo que ya no hacía falta, que se había sobrecumplido el plan, había 88 aspirantes; yo insistí en ser el 89. Idelfonso, en cambio, cuando ya era una cifra, reconsideró el asunto y dijo que no quería ser maestro porque tenía problema en la garganta. Por aquellos días, mi profesora de Biología, Ofelia Paz, quien ahora vive en La Fe, me dijo que yo tenía fibra, o madera, para ser maestro. Y le creí.

Escogí la especialidad de Historia, aunque pudo ser Español, Biología o Inglés. Y nos fuimos para Río Seco Tres, escuela que llevaba por nombre el de Carlos Gutiérrez Menoyo. Allí tuve a un profesor de Sicología llamado José Sardiñas, ahora vive en Nueva Gerona. Terminado el segundo año de la carrera nos hablaron de la necesidad del paso al frente para venir a Isla de Pinos a dar clases a los africanos que venían a llenar las escuelas en el campo pinero.

La Isla sonaba a territorio desconocido, algo fuera de Cuba. Y nos fuimos en aquel Comandante Pinares como quien va a una aventura.

Hay circunstancias que nos empujan a veces, como si no pudiéramos controlar las elecciones de vida, pero, tanto tiempo después, doy gracias a la Isla. Aquí fue la siembra de los hijos, la casa, la carrera….

Me siento feliz de haber sido parte del IV Contingente del Destacamento Pedagógico. Recuerdo la mañana tierna y dolorosa en que escuché, en el teatro de la Filial de La Damajagua, a la madre de Manuel Ascunce, hablando de su hijo asesinado por bandas armadas en el Escambray, el 26 de noviembre de 1961. Sentí orgullo de llevar en el hombro el brazalete con su imagen.

No olvido al director de la filial, Edel González Aragón, tan recio y firme, pero que fue capaz de perdonar nuestros errores para permitir que lucháramos por ser personas de bien, nos defendió desde el rigor y la ternura. Tengo la imagen del teatro Carlos Marx, repleto de graduados en julio de 1981 y de Fidel hablando del valor del maestro.

Más de 40 años después volví a la Pablo de la Torriente Brau, en Miramar, no había estudiantes, y recordé aquella mañana de arengas y vergüenzas. Esta vez, el 89 seguía siendo maestro.

(*) Colaborador

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