
Dicen que la memoria tiene sus propios pasillos, y que basta un olor, una frase perdida o el sonido de un timbre imaginario para volver a ellos sin aviso. Esta mañana, mientras pasaba frente a una secundaria, escuché el murmullo de un aula en plena actividad. Y fue como abrir una ventana hacia atrás: el eco de los zapatos contra el piso encerado, la fila apurada del matutino, las voces de los maestros llamándonos por el apellido, el sol colándose por las persianas de metal. De pronto, sin proponérmelo, volví a ser estudiante.
En ese viaje repentino aparecieron escenas que parecían guardadas en un cuaderno viejo; como la carrera desordenada hacia el recreo cuando sonaba la campana; la libreta del “Chismógrafo” que todos querían leer; la maestra que nos pedía “dos minutos de silencio” que nunca lográbamos cumplir; el experimento de Química que terminó salpicando todo el laboratorio. Eran episodios mínimos, casi tontos, pero llenos de esa energía que solo tiene la adolescencia y te marca sin apenas notarlo.
Ser estudiante en Cuba es una mezcla de rutina y descubrimiento, de disciplina y desorden hermoso. Es madrugar, aunque duela, es correr detrás de la guagua con el uniforme aún sin ajustar. Es copiar la tarea a toda velocidad, sentir el temblor en las piernas ante un examen que parecía imposible y la alegría inmensa cuando el “Bien” o el “Excelente” llegan a casa con olor a tiza. Pero también es aprender a compartir, a defender ideas, a reparar libretas con un pedazo de cartón, a cuidarnos entre todos cuando la vida afuera se pone dura.

Esta experiencia no es solo memoria personal, sino un país entero que sigue formándose cada mañana. Para el curso escolar 2025-2026, cerca de 1 millón 530 mil estudiantes ingresaron en todos los niveles de enseñanza, desde la básica hasta la universidad. Ellos llenan las aulas de más de 10 700 centros escolares distribuidos por toda la isla.
Dentro de los muros de cada una de esas instituciones se repiten los mismos ciclos año tras año, y en el centro de ese proceso están los maestros, que consiguen sacar adelante grupos enteros en medio de carencias, mientras enseñan que ser estudiante es mucho más que pasar de grado. A ellos también se regresa cada 17 de noviembre.
Y así, aunque se abandonen los colores del uniforme y las mochilas pesadas, aunque los años se nos acumulen en canas, responsabilidades y horarios estrictos, uno nunca deja de ser estudiante, porque aprender sigue siendo una necesidad diaria, una urgencia personal y una forma de mirar el mundo.
Por eso, cuando llega el Día Internacional de los Estudiantes, muchos sentimos esa punzada suave de nostalgia. Celebrar esta fecha es, al final, recordar que Cuba entera ha sido, y sigue siendo, una gran escuela donde cada vivencia marca, enseña y transforma.



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