
Ahora que los misiles, los acorazados, los aviones y la muerte acosan desde el imperio del norte a la Venezuela Bolivariana, horcón de sueños soberanos en Nuestra América, paladeo en el tiempo una crónica escrita en 2004 después de recorrer los caminos legendarios de las llanuras próximas al Arauca, subir los montes andinos por Mérida, atravesar el Orinoco revuelto y navegar por el Delta Amacuro, ascender los médanos de Coro o regresar a los cerros de Caracas desde la profunda Barinas. Los años no desmoronan voluntad de pueblo, inspiración, lucha:
Una nube de turpiales descendió de las vereditas sinuosas y enlodadas de los cerros, serpenteaba por entre las techumbres quejosas y frágiles donde los contenidos ancestrales se desbordaron de una sola vez en torrente enardecido en el camino a Miraflores.
La gente desafiaba a la dictadura fascista. No era posible silenciar tanta presencia, acallar tanta multitud; desaparecer, perder, enajenar, contener tal avalancha; no valían las bayonetas, ni los diarios ni las televisoras. El Presidente no había renunciado, lo habían secuestrado: esa verdad estaba en la calle, bajaba de los cerros y nada podía interponérsele; afloraba en las voces y los rostros que interpelaban fieramente al lente de las cámaras, se resistían a los arrestos, impugnaban las falsas versiones y las noticias de prensa, pintaban los muros, interrumpían el tráfico en las avenidas, alzaban la fotografía del Presidente con la banda tricolor y volvían a la verdad con la brújula del alma y la camisa abierta a las balas, con una claridad inusitada, que de tanto iluminada, casi encandilaba.
Parecía que uno de esos persistentes y obstinados temporales de las indóciles regiones llaneras o de las selvas del Orinoco caía sobre las calles de Caracas y era la marea de gente, que reclamaba el regreso de Chávez, el retorno del sueño de rehacer el país, refundarlo, idear y elevar el mañana de los hijos, el destino. Fue lo profundo lo que emergió y era lava lo que llovía de los agrestes territorios de barro, donde la gente había ido, en el decir del Comandante, “consiguiendo en el camino los espinitos… y los ríos que corrían raudos sobre las chorreras de las piedras y los cuentos y las leyendas de la abuela Rosa Inés que hablaba del cabo Zamora y de la caballada federal…”, y todo eso estaba en el pensamiento o en la memoria, en lo sentido profundo de la gente y era quizás lo que alimentaba el ímpetu de aquel día de restituir lo bolivariano en la República, de echar por primera vez atrás en la historia del Continente lo establecidamente clásico en los manuales de los oligarcas nacionales, las embajadas yanquis y los militares traidores. Sucedió lo que nunca antes. Los fusiles no redujeron al miedo y al espanto a la gente y la crecida fue incontenible y en la corriente misma estaban aquellos descendientes de la caballada federal: los militares constitucionalistas, leales a su Presidente. Y Chávez volvió como lluvia, como lumbre de Abril, y el “por ahora” del 11 del corriente, tuvo un 13 para la poesía, porque la Revolución es poesía siempre y realidad maravillosa que eclosiona en sensibilidades como la del inspirado William Tarek Saab desde Maisanta, sus versos al 4 de febrero:
“… norte de los sublevados Aparece/ mientras esperamos un nuevo respiro/ otra canción que enamore y nos levante/ aferrados a la nada con cabillas en la boca/ Rodeados/ por ahora/ por ahora/”…, hasta desembocar caudalosos en su misma certeza que dedica a Douglas Saab: “Pobre rosa caída/ en ti ni pétalos ni rocío/ fragor abonado en los cielos/ no podrá/ borrarnos/ la sangre derramada/ no podrá/ contra nuestro sueño/ de verdor encomendado/ aún con la rosa agazapada: / Nunca podrán”.
(Publicada originalmente en Juventud Rebelde).
(Tomado de Cubaperiodistas)
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