El tiempo, ese testigo silencioso, a veces nos lleva por caminos inesperados, pero siempre guarda un espacio para el rencuentro. Ahora, después de más de siete años de explorar otros horizontes laborales, volver al lugar donde comenzó mi carrera periodística fue un acto de nostalgia y a la vez una celebración de pertenencia.
El periódico Victoria no es solo una redacción: es un colectivo que respira unidad, consagración y, como bien los define su gente, guarachería.
Aquí, entre teclados pulsados e historias contadas, aprendí a tropezar, a levantarme y, sobre todo, a entender que el periodismo se hace con pasión y con gente que se convierte en familia.
Fue en reciente estadía de verano en playa Bibijagua que reviví esa esencia. Entre risas, olas y anécdotas, confirmé que algunas puertas nunca se cierran. Los rostros conocidos —aquellos que me guiaron en mis primeros días— ahora comparten su sabiduría con las nuevas generaciones manteniendo viva la identidad de un equipo que trasciende lo profesional. Lo más especial: esta vez llegué acompañada. Mi esposo y mis hijos fueron abrazados con el mismo cariño con el que me recibieron a mí, como si el tiempo no hubiera pasado.
En un mundo donde las redacciones a menudo se fragmentan entre prisas e individualismos, el Victoria sigue siendo un refugio de calor humano. Y no solo recordé por qué amo este oficio, sino que renové un compromiso: retribuir, con trabajo y lealtad, la confianza que nunca me retiraron.
Que sigamos escribiendo, entonces. Que nuestras historias no solo queden en la memoria de los lectores, sino que, como hoy, se guarden en ese rincón del corazón donde solo caben los momentos que verdaderamente importan.
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