Sumario: Vivencias y reflexiones de un niño de la calle que sobrevivió al desamparo e hizo presente y futuro junto a Fidel y Celia
FOTO: Archivo y del autor
José Antonio Quintana Veiga era uno de los niños de la calle, como hoy se le sigue llamando a los infantes abandonados en el orbe, pero muy común en Cuba antes de 1959.
No suele hablar de esa triste etapa en una Santiago de Cuba convulsa bajo la represión de la dictadura de Fulgencio Batista que agonizaba y tenía los días contados…
El, Toño, era el mayor (apenas 11 años) de dos hermanos que quedaron a su suerte en las calles de esa ciudad en guerra campal y donde todos los días amanecían cadáveres de los asesinados, por la premura con que la madre tuvo que llevar con urgencia a su hija de 16 años –Conchita Quintana– integrante del Movimiento Revolucionario 26 de Julio hasta la comandancia del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra antes que la policía la matara, pero le fue imposible a la madre regresar antes de enero del ’59.
Cuatro años antes había sufrido el infortunio de quedar al amparo de una amiga sin hijos de su mamá, criada y pobre, “pero en cuya casa terminamos como esclavos de esa mujer”, rememora José Antonio.
“Por eso me fui de ese lugar en el Caney y volví a Santiago, donde la vida se nos convirtió en una tragedia mayor para mí y mi hermano de ocho años”, insiste y recuerda entre los momentos más difíciles de esas dos etapas “andar en el sobresalto por los tiroteos del ejército batistiano, abandonar los estudios, pasar hambre, deambular y sobrevivir ganándome la vida cargando agua por dos centavos cada tanque de 55 galones o comiendo lo que encontráramos en la basura en mercados y fondas.
“Nunca olvidaré cuando tuve que sacarle a mi hermano las lombrices (parásitos) saliendo por nariz y boca, sin poderlo llevar al médico.
“Con esa edad –agrega– trabajé, además, como jardinero en casas de los ricos, fui limpiabotas y hasta vendedor de números de la bolita (juego de apuestas), descalzo y sin camisa de aquí para allá, tan menudo que parecía tener cinco años…, pero lo más terrible y humillante fue ser tratado como criado y estar desprotegido todo el tiempo…”.
Con una extraña mezcla de tristeza y felicidad narra sus vivencias infantiles José Antonio, quien menos olvida el día en que poco después del triunfo de la Revolución en enero de 1959 llegó a su casa un telegrama y un giro que luego supo enviara Celia Sánchez Manduley, cercana colaboradora de Fidel y quien dirigiera los planes de oportunidades a miles de niños desamparados.
“El mensaje le decía a mi mamá que nos comprara ropa y zapatos y nos trajera para La Habana. Eso hicimos y nos otorgaron becas para estudiar”, evoca con sonrisa de gratitud con casi 80 años de edad, pero con satisfacción que parece la del muchacho de entonces.
“Mi vida dio un giro tan grande –relata– que nos abrió un mundo inimaginado, pude comenzar el colegio con regularidad y permanecí becado en nuevas escuelas en palacetes de la tiranía derrotada, en La Habana”.
“Celia había organizado centros educacionales en el país, recogió a niños desamparados, huérfanos e incluso hijos de los enemigos de la Revolución”, rememora de algo conocido con los años “y me di cuenta de que yo tenía mucha suerte, pero esa suerte tenía el nombre de esa mujer extraordinaria, a quien pude ver en varias ocasiones y hasta nos dio la posibilidad de ampliar nuestra preparación en el extranjero.
“Luego de vencer la enseñanza primaria hice la secundaria, también becado, y me seleccionan para un tecnológico que abriría Fidel en la antigua mansión de Batista en Kukine, donde conocí al Comandante en Jefe, pude graduarme en 1966 de técnico agropecuario y envían para la entonces Isla de Pinos, donde impartí clases en el tecnológico de La Melvis, uno de los creados para enseñar a reclusos del Presidio Modelo, vinculados al desarrollo de la región antes de eliminar el penal”.
De tal manera continuó ascendiendo aquel niño de la calle en Santiago de Cuba, que además de varios cursos en Medio Oriente y Europa, estudió la ingeniería en Agronomía y se hizo licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana, laboró en Cítricos, Ganadería y otras entidades, así como en escuelas del Partido y fueron muchas las tareas al calor del movimiento juvenil por transformar la segunda ínsula cubana.
“Eran tiempos de muchas motivaciones y trabajo, en que se lograron transformaciones en siembras, el riego y cosechas de diversos cultivos, en las ganaderías, el desmonte de marabú y otros renglones en los que participé activamente, –reflexiona Quintana Veiga con orgullo– sin dejar de ejercer como educador, ya por más de cinco décadas”.
No menos intensa ha sido su labor como escritor, ha publicado seis libros, entre ellos Cena para cuatro, de los años ’90 del pasado siglo y en cuyas páginas aparece el cuento Niño regalado se orina y muerde, en el que, a pesar de la desventura en las calles, ironiza con un poco de humor e inocencia infantil la dura etapa.
Mas, confiesa de esos crudos años: “Aunque deja cicatrices, no me degradaron ni desviaron como persona de bien por los mejores valores sembrados por mi abuela negra, Micaela Gutiérrez, a los cinco años, cuando más feliz fui, entre otros momentos que reafirmaron mis convicciones”.
Hoy, –con 4 hijos, 6 nietos, 2 biznietos y cientos de alumnos multiplicando sus enseñanzas– medita aquel chico: “Los derechos conquistados por Cuba y una obra con sus niños y jóvenes en el centro de los desvelos, borraron para siempre aquí ese panorama de los muchachos desamparados que sigue ensombreciendo las calles de muchas naciones, incluso desarrolladas, que se niegan a los cambios de fondo y al mejoramiento humano que necesita y clama la humanidad”.