¡Y me puse el bikini de mamá!

Foto: Kelen Karmina

Muy dispuesta busco el bikini, aún sin estrenar, que me regaló una amiga querida. Mi esposo había anunciado en casa: “Playa y piscina para el Día de las Madres”.

Mis hijos felices con la propuesta, mi madre contenta, mi suegra algo dudosa y mis cuñadas no muy convencidas. Pero yo súper alegre. Adoro el aire de mar, caminar por la arena, recoger caracoles y conchas, extasiarme con las tonalidades turquesa…es que el mar me enamora, embelesa, revitaliza, renueva.

Una ocasión maravillosa para selfies y fotos familiares, pensaba mientras ajustaba la tanga a esta figura que ya no se parece a la de unos años atrás. Precioso el traje de baño, espectacular. Sin embargo, una cicatriz resaltaba, en forma vertical, en mi pelvis.

“¿Mamá, ese es un yayai?” –me dijo Tochi, mi hijo de cuatro años, al tiempo que miraba curioso la herida encima del bikini.

“Sí, mi amor –sonreí– por ahí naciste tú”, le dije mientras recordaba la sensación de cuando me picaron con el bisturí el vientre. No me dolió porque estaba anestesiada por la raquídea pero sí sentí cómo me rasgaban para convertirme en madre.

“¿Mamá, eso te duele?” –prosiguió mi pequeño, observando aún con el rostro algo confuso.

Yo más confundida que él, no sabía cómo responder.

Más que la herida me duele cuando él o su hermanita se enferman, cuando tienen que inyectarlos para curarse, cuando no quieren comer nada, cuando no duermen bien y tienen pesadillas, cuando tengo que regañarlos y de sus ojos llueven lágrimas, cuando se lastiman con una caída, cuando me piden helado o caramelos y yo no tengo para ofrecerles en ese justo momento, cuando quieren un juguete y no puedo comprárselos, cuando quieren ir al parque que está en La Habana, al otro lado del mar… Me duele no tener más tiempo para dedicarles solo a ellos.

“No, mi amor, no me duele. Esa es la herida de mi felicidad”, le respondí y lo abracé fuertemente.

Y cuando ya casi desistía de ponerme ese juego de trusa, porque mostraba sin tapujos la gran cicatriz de mi cesárea, escuché una voz angelical: “Mamá ¡qué linda!”. Era Marian, mi hija de dos años que me observaba de una manera tan dulce que supe de inmediato que no existía una ocasión tan especial como este segundo domingo de mayo para exhibir la marca que me convirtió en madre de dos preciosos niños.

 

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