Recuerdo de un privilegio

Foto: Internet

Por Dagoberto Consuegra Fernández (*)

Acabo de abordar un avión en un tramo de la pista del aeropuerto José Martí y espero su despegue reclinado sobre uno de sus confortables asientos, sin saber a dónde voy. Me acompaña un grupo de jóvenes pineros en idéntica situación a la mía y la misma interrogante en sus mentes. Comparto con ellos un silencio tenso y confidencial que dice más que cualquier palabra, cuando escucho de pronto la voz chillona de José Alcántara Ferrer, a quien todos llamamos el político.

— ¡Fidel vino a despedirnos!—dice muy emocionado— ¡Está allá  abajo, en la pista!

Me ha tocado la suerte de caer junto a una de las ventanillas y soy de los primeros en mirar. Está oscureciendo, pero enseguida distingo a la figura del Comandante cuya estatura sobresale por encima de las personas con las cuales conversa, parado al lado derecho de la escalerilla del avión, justamente frente a mí. Me impresiona sobremanera su presencia. Conozco que despidió personalmente, uno a uno, a los primeros cubanos que defendieron a Luanda en condiciones muy difíciles y me conmueve tenerlo al alcance de mis ojos ahora.

La tarde fuga; ya casi no existe con su luz natural y yo miro fijamente a Fidel para ganarle terreno a la incipiente opacidad de la noche que se prepara para echar a andar. Medito en lo que me espera y retorno con el pensamiento a mi querida Isla de Pinos, donde comenzaron los preparativos de este singular viaje.

— ¿Está usted dispuesto a cumplir una misión internacionalista?—me había preguntado hacía poco más de un mes el capitán Piteiras, el jefe del Comité Militar, mientras buscaba mi nombre en uno de los listados. Yo dije que sí con la cabeza, pero no estuvo satisfecho y volvió a insistir.

—Diga con palabras si está dispuesto a ir a donde la Revolución lo mande.

—Usted me conoce, capitán…A mí hay que matarme… ¡Claro que estoy dispuesto!—dije esta vez con energía haciéndome el guapetón.

El oficial le quitó la vista a los papeles y me respondió.

—Deje eso para cuando esté allá en…en ese lugar.

— ¿Y cuál será ese lugar?—aproveché para indagar.

— ¡El próximo!—gritó el oficial a los que esperaban.

Una hora más tarde subía a un camión para alejarme del asfalto. Me esperaban los montes del sur de Isla de Pinos, escenario de mi preparación militar, sin que pudiera comunicarme con mis familiares. Los cangrejos, las jutías, las santañillas y los mosquitos, eternos moradores y dueños absolutos de aquellos inhóspitos parajes, me cedieron un pequeño espacio de su entorno al precio de comida segura. Con el entrenamiento puse en talla mi destreza de explorador artillero.

Después vinieron las especulaciones, el intento de adivinar la misión asignada. Algunos de mis compañeros aseguraban que iríamos directamente a Namibia a reforzar la lucha de los combatientes de la SWAPO, y los más cautelosos como yo, preferíamos la tierra de Aghostiño Neto. Lo cierto es que ahora mismo, sentado como estoy en este avión a punto de despegar, no lo sé todavía.

Cuando miro otra vez por la ventanilla observo que Fidel ahora conversa  con un hombre de piel negra, mediana estatura y barba canosa.

— ¿Por qué Fidel no sube a darnos la mano como hizo con los primeros que partieron?—me pregunta Navarro, compañero de viaje.

—No lo sé, pero me parece conocer a ese hombre con el que conversa.

—Debe ser un africano—calcula Navarro dándome una pista.

Hago esfuerzos para recordar las fotografías de los periódicos, vuelvo a mirar para eliminar dudas y le digo enseguida a Navarro:

—El que está conversando con Fidel es Sam Nujoma, presidente de la SWAPO. Eso quiere decir que vamos para Namibia. ..¡Corre la bola!

De nuevo una algarabía de murmullos reprimidos porque las autoridades del vuelo han pedido silencio y han dicho que no se deben descorrer las cortinas, pero yo aprovecho un resquicio de la tela para seguir mirando. Fidel conversa muy de cerca con el visitante; luego se abrazan a modo de despedida y Nujoma asciende por la escalerilla de nuestro avión.

De pronto alguien me toca en el hombro y cuando vuelvo el rostro veo a una bella mujer de pie frente a mí.

— ¿Desea tomar café?—me pregunta en un tono muy amable.

Se trata de la aeromoza, la han enviado para aliviar tensiones.

—Gracias—le digo mientras tomo el vasito y apuro los tragos.

La mujer se retira y yo aprovecho para mirar de nuevo a través de mi  pequeño espacio del cristal. Me sorprende que Fidel ya no está allí.

Ahora los rostros están más contraídos y serios. Por mi parte, lamento no haber podido darle la mano al Jefe cuando yo también estoy a punto de partir; pero me reconforta la emoción vivida. Observo los rostros de los jóvenes que me acompañan queriendo adivinarle el pensamiento, pero comprendo que resulta tanto o más difícil que el intento de anticiparme al destino del viaje. Escucho los motores del avión y miro por última vez, pero ya no puedo ver ni un pedacito de cielo. La noche termina de tragarse la tarde y las estrellas deciden no enseñarse ante el peligro de ser devoradas por los ojos de quienes parten.

Meses después acompaño a mis compañeros de viaje y a  numerosos militares cubanos más, en la Operación Pepe Antonio, encargada de la seguridad de Fidel durante su muy peligrosa visita a Angola, recién liberada del yugo colonial portugués. Vuelvo a ver de cerca al Comandante y escucho sus sentidas palabras, esta vez dirigidas exclusivamente a los cubanos reunidos en la sede de la Misión Militar.

Lo miro desde una de las filas verde olivo de los cientos de combatientes a los cuales se dirige. Habla conmovido acerca de sus hermanos cubanos caídos en combate en tierra angolana y por primera y única vez en mi vida veo en persona a Fidel haciendo esfuerzos para contener sus lágrimas. Entonces siento como si él, con una de sus manos, estuviera apretando la mía y evoco con absoluta lealtad el recuerdo de un privilegio: mi partida, sin haber conocido el destino de aquel vuelo hasta el instante mismo de llegar.

(*) El autor formó parte de 55 jóvenes que partieron de Cuba el siete de octubre de 1976 como combatientes internacionalistas.

 

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Karelia Álvarez Rosell
Karelia Álvarez Rosell

Licenciada en Defectología en la Universidad Carlos Manuel de Céspedes, Isla de la Juventud. Diplomada en Periodismo con más de 30 años en la profesión.

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