Árbol originario del continente asiático, traído por los españoles a la América Latina. Su presencia en la dieta humana se ha vuelto notable a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Las ciruelas son muy versátiles, pueden emplearse en pasteles, jaleas, mermeladas y gelatinas, pero también acompañando diversos platos con carnes o ensaladas. Yo la he comido en La Tumbita –en una fiesta de la cooperativa Camilo Cienfuegos– preparada al cordero por los japoneses de Júcaro; puedo asegurar que esta fruta da a las carnes un toque exquisito y viceversa.
El jugo de la ciruela suele fermentarse en muchos países para elaborar bebidas alcohólicas, o bien, incluirlo en diferentes tipos de vinos a los cuales enriquece con más aroma, cuerpo y sabor frutal.
Esta pequeña drupa posee alto valor alimenticio, aporta azúcar e hidratos de carbono para que el organismo cuente con energía suficiente. También mejora la vista y el crecimiento infantil, al mismo tiempo intensifica las funciones del sistema inmunológico.
En cuanto a minerales, es rica en potasio, calcio y magnesio, indispensables para la formación de los huesos y el buen funcionamiento de los músculos. Contiene, además, vitaminas A, B1, B2, C y E; minerales: fósforo, hierro y azufre; otros: pectina, fructuosa, niacina, tiamina y riboflavina.
La ciruela, en cualquiera de sus especies, es un árbol común en toda la isla con amplio empleo en las cercas vivas por la facilidad con que enraízan sus postes o estacas. Estos propagadores se deben cortar al terminar la cosecha porque luego de plantados florecen y fructifican en el próximo año, al mismo tiempo que el árbol-madre de donde fueran tomados.
La ciruela crece bien en casi todo tipo de suelos y resiste largos períodos de sequía. La mayoría de las especies florecen en abril y sus frutos están todavía verdes en julio. Madura muy rápido, pero –y esto es un detalle no menos importante– congelada se conserva por largo tiempo sin perder sus cualidades.