Jóvenes premiados por el pueblo

Foto: Gretter Álvarez Céspedes

Es difícil pasar cerca del supermercado Abel Santamaría, por el edificio Nueve Plantas o calle 57 sin recurrir a muchos recuerdos, pues quienes de una manera u otra aportamos un granito de arena en el enfrentamiento a la covid-19 atesoramos disímiles historias de ese lugar de Nueva Gerona.

Mi labor como mensajera en la llamada zona roja, por encontrarse en régimen de cuarentena, duró varias semanas. Muchos jóvenes dimos el paso al frente ante el llamado de la Patria. Éramos un ejército de “hormigas verdes” –por el color de la vestimenta sanitaria que nos arropaba–; recorríamos el Consejo Popular Abel Santamaría con el fin de llevar hasta las casas de los aislados el alimento necesario al no poder salir debido a las restricciones para cortar la cadena de contagios allí registrados.

La rutina comenzaba con la concentración en la posta médica, donde se adquirían los atuendos imprescindibles para entrar al primer anillo o cuadrante rojo (zona de aislamiento total). Cada uno sabía su tarea y conocía lo requerido por las personas en su área de acción.

El primero en llegar era Frank Maikol Pavón Zayas, estudiante de quinto año en la carrera de Contabilidad, en ese entonces presidente de la Federación Estudiantil Universitaria en la Universidad Jesús Montané Oropesa. Franko Tito, como cariñosamente le apodamos, no había terminado aún su tesis y, sin embargo, nunca abandonó su puesto: “No me hallo solo en casa”, comentaba cada día.

Necesitaba estar con nosotros en la primera línea de combate, donde se sentía un verdadero revolucionario. Hoy Frank Maikol es uno de los tantos profesionales del territorio que, gracias a su labor como mensajero, entre otros méritos estudiantiles, le fue convalidada la tesis y reconocido por las máximas autoridades.

Dariel Pérez Rodríguez, de cuarto año de Ingeniería Informática, desempeñó el papel más arriesgado. El grupo de apartamentos (de la misma escalera) que le fue asignado tenía siete casos positivos, razón por la cual los médicos responsables del área le reforzaban la protección y seguridad.

Entre las tantas misiones teníamos la de anunciar los productos que necesitaban, sus precios, recoger los pedidos y efectuar la compra. Así les hacíamos llegar todo. Priorizábamos los medicamentos por su importancia para la salud; las confituras para los niños y con las carnes y verduras a los ancianos.

Recuerdo cómo conocí a Celia, una señora muy cariñosa en quien veía mucho de mi abuela. Siempre me pedía sazones. Al anciano Andrés le hacíamos llegar su almuerzo y nos regalaba a diario un precioso poema; mientras Yasuremy, con sus peticiones ‘imposibles’, tenía a Henry todo el día de aquí para allá.

Los cuidados médicos nunca faltaron, la ropa sanitaria permanecía limpia y nos cubrían casi todo el cuerpo porque una vez entrados al cuadrante no se podía salir. Evitábamos tocarnos, sabíamos que cualquier error o descuido podría causar el contagio, aunque la presencia de médicos y enfermeras nos brindaba mucha confianza.

Las autoridades hacían un recorrido diario, siempre muy pendientes de nuestro bienestar y de lo que nos preocupara. La primera secretaria del Partido, Zunilda García Garcés, trasmitía en sus palabras mensajes de apoyo; de igual manera el intendente Adiel Morera Macías nos informaba de las medidas y los pasos a seguir.

Así fluía una comunicación muy oportuna con orientaciones precisas y alentadoras tanto para la población como para quienes apoyábamos la continuidad de la vida en esas difíciles condiciones.

Una de las cosas más hermosas era llegar y recoger los papelitos doblados con mensajes anónimos de agradecimiento o palabras cargadas de afecto reconociendo la labor. De estas congratulaciones hablábamos después de cinco o seis horas de trabajo, cuando nos reuníamos para almorzar, único momento donde nos veíamos entre el cansancio y la alegría por las tareas cumplidas en favor de los demás.

Y cuando parecía que concluiríamos sin contratiempos, nos informan que el padre de una de nuestras compañeras dio positivo a la enfermedad. Todos los mensajeros fuimos sometidos a un test rápido que por suerte dio negativo y nos devolvió “el alma al cuerpo” como exponente de tranquilidad.

Los protocolos exigían aislamiento hasta que los resultados de la compañera fueran definitivos y así fuimos trasladados al centro mixto José Maceo Grajales, destinado a ese fin, donde vivimos otra etapa, breve pero no menos tensa.

Ante el peligro los revolucionarios se crecen y así hicimos el juramento de volver al trabajo. El regreso, después de la obligada cuarentena, coincidió con el cierre de la zona roja, cuando se logró cortar la cadena de trasmisión y con ello la recuperación de los casos positivos.

Sentíamos por dentro la inconformidad propia de quien desea concluir una misión encomendada, esa especie de frustración que solo apagó el regocijo colectivo de la victoria ante la covid-19, en la cual sabíamos haber cumplido como jóvenes un importante papel con valor y entrega, del cual un día se hablará con letras mayúsculas.

Aunque el 20 de mayo, en acto por el cierre de la zona de aislamiento, fuimos reconocidos, el verdadero premio lo otorgó el pueblo con su agradecimiento y eso que se siente adentro, parafraseando a José Martí, cuando se ha hecho el bien a alguien.

Hoy las experiencias vividas en tales condiciones de riesgo resultan inolvidables, forman parte de nuestras historias personales y quedarán para siempre en la memoria de un país que aún lucha contra el enemigo invisible, una pandemia que incrementa el número de muertos en el mundo y a la cual Cuba vence cada día con su desvelo por la vida.

Foto: Gretter Álvarez Céspedes
Foto: Gretter Álvarez Céspedes

(*) Estudiante de Periodismo

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