¿Hablar de mi país?

Mi país tiene un montón de problemas; defectos hechos en casa, como aquel que señalaba Manuel de Zequeira en “El reloj de la Habana” a finales del siglo XVIII: “Son las tres de la madrugada, se levantan los panaderos a mezclar las harinas malas con las buenas”. Cómo olvidar que cuando España cerraba tanto el comercio, en Bayamo se traficaba por “la izquierda”.

Somos hijos de la alegría, a pesar de las cosas que se rompen, o de la compra que no alcanza al fin de mes. Nada ha podido detener a los tambores de una conga, ni colgar los guantes del choteo. Cuca pide un poquito de aceite por encima de la cerca y otra vecina le trae una taza humeante de café. Aquí hay mucha gente que trabaja y comparte el tiempo de su sudor.

Tenemos un bloqueo afuera, que nos deja, a veces sin notarlo, en la condición de plaza sitiada, y que hace daño, lastima y frena nuestras posibilidades. No faltan los errores de adentro, los que confunden patria con bastón o el pedestal con el ara, y se llevan lo que no les pertenece. Es nuestra cierta chapucería, ineficiencia o falta de sensibilidad. Si queremos mejorar no nos olvidemos de hablar de los errores.

Hay una familia de este lado del mar y otra a noventa millas; cada cual lleva en las espaldas una sobredosis de esperanza, y las madres hacen puentes de los brazos, para alcanzar a los que viven lejos. Nadie se resigna a ser un perdedor ni siquiera de los sueños.

Mi país no es paraíso ni infierno, sino “Ángel de la Jiribilla”, revolico de travesuras, rebeldía innata, bellaquería de la buena, baile, juego, ron, tabaco y tantos 24 de febreros. Junto al heroísmo de la historia, ahí está Barbarita que nos santigua para echar fuera el mal de ojo, o los malos presagios en la noche de un bembé.

La novela de mi país no cabe en los noticieros: son millones de pequeñas historias. También es una canción que quiere cambiar los muebles de lugar. Entre los dichos populares, nos quedamos con estos: “Al pan, pan; y al vino, vino” o “No me vengas con gre-gre, pudiendo decir Gregorio”: A los cubanos tienes que hablarles claro y sin rodeos.

Mi país es un pregón, una muchacha que camina y despierta la sabrosura del estribillo, porque “la mujer de Antonio camina así”. Aquí se conoce sin saber, el viejo proverbio Yorubá: “Quien se encuentra la belleza y no se detiene a mirarla comienza a ser pobre”.

No quiero que hables muy bien de mi país, ni muy mal; y si lo quieres hacer, que no sea guiado por la mentira o por la rabia. Ten presente al viejo filósofo que conoce los peligros de los extremos. “El exceso de luz y el exceso de oscuridad no permiten ver”.

Mi país también tiene un montón de virtudes; luces con sus manchas. Escoja usted de qué prefiere hablar. Yo me quedo con la imagen de un niño camino a la escuela sin miedo a que le roben la inocencia, una madre llamando a sus hijos desde la cocina, un hombre que barre la calle antes de la salida del sol. Estar, de súbito, entre cuatro personas desconocidas, mientras intentamos ayudar a un hombre en medio de la calle; porque somos hijos de la alegría, de un amor que calienta y nos funde.

(*) Colaborador

 

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