Goles son amores: Estéticas

Foto: Agencias.

Mirémoslo de esta manera: el fútbol de toques sinfónicos fue, en su momento, un esbozo en primera instancia estético y luego todo lo demás. Las estéticas acaban de esa forma: mueren por narcisismo en el momento en que iban a transformarse en algo más que ornamento, en una evidencia casi doctrinal. La adoración por las interminables secuencias de pases terminó en un vicio que comenzó a evadir otros asuntos periféricos: no se vuelve, de forma necesaria, un fútbol mainstream por bello; ni lo bello tiene que ver, por exclusividad, con un culto acérrimo al desplazamiento del balón como si fuese un compromiso urgente, una responsabilidad patriótica. Esos tipos de cultos, con el tiempo, llegan a convertirse en lastres perentorios.

Hay una cuestión gremial que radica en el centro de todo lo anterior y, precisamente por esta naturaleza medular, parece una especulación menor –en el fútbol contemporáneo, ya sabemos, lo estrafalario es lo primordial; las cláusulas de rescisión, los looks, el Instagram, esos grandes accesorios que definen los campeonatos. Existe, en medio de tanta persecución por ‘lo bello’, un fútbol gremial, de sacrificios y asociaciones compactas, espesas. Es esta noción, en el entorno farandulero-mediático, un juego de extrarradio al que, cuando consigue triunfar, se le dedican las odas más apologéticas. Manías del esnobismo más pertinaz: los equipos imperturbables tienen tras de sí un halo de sobriedad que los hace, a veces, sugestivos; algunos tienen, como mínimo, historias de porteros que son directores de cine.

Francia gana el Mundial jugando a olvidarse de la improvisación pedestre en la que cayeron otros; una improvisación que muchos simularon a partir de combinaciones que abusaban de la espontaneidad (léase Inglaterra, léase Bélgica). La espontaneidad en el fútbol es tan falsa como varios mecanismos para cumplir con el fair play financiero. Lo sabía Deschamps, que prefirió subsistir con jornaleros antes que sobrevivir con caudillos dispersos. No le importó que los recorridos sin pelota fueran menos fastuosos porque implicaban movimientos sondeados, menos emancipados. Le importaban los recorridos en su concepción aglutinadora: los recorridos como garantes del orden en las líneas. Le importaba que Griezmann fuera ejemplarizante (el segundo que más kilómetros acumuló dentro de la selección, solo por detrás de Kanté). Le importaba que Giroud pivoteara, que Kanté corrigiera y que Mbappé saliera a divertirse.

Francia gana el Mundial con la esférica casi como pretexto formal. Hay en ello una estética quizás noble, quizás austera. Vivimos en una sociedad tan hedonista que reinventa constantemente sus dispositivos (entiéndase, por ejemplo, publicidad, mercadotecnia…) para seguirse manteniendo como tal; nos oponemos a veces demasiado ante cualquier cambio mínimo que atente contra un supuesto orden de cosas, también contra un presunto fútbol mainstream: la creación de espacios, sin balón, parece ser algo para lo que todavía no queremos estar preparados.

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