El premio mayor de Cuba

La sonrisa de un niño cautiva, enamora. Puede hacerlo con los ojos, en medio de muecas o con una semidesdentada dentadura, la garantía es que lo hace desde el alma.

A los pequeños de Cuba no hay nada que se les dé más fácil que sonreír y con eso enriquecen a todo un pueblo. Ellos no saben de   raza, color, sexo, religión o condición social, en cambio conocen de amor y de sinceridad, de expresarse libremente y vivir a plenitud.

La escuela, el barrio o el parque, cualquier escenario es bueno para que esos “duendes” hagan un mejor amigo con el que jugar o planear travesuras, con quien pelear y luego reconciliarse porque el rencor no tiene cabida en sus corazones.

Tímidos o extrovertidos, tranquilos o hiperactivos, los pinos nuevos de mi país pueden expresar su personalidad sin temor a ser marginados ni etiquetados por nadie. Aquí solo se vela por formarlos como personas de bien, saludables y capaces de desarrollar sus aptitudes e intereses.

En Cuba una penca de palma puede ser un caballo mambí y una carriola el más deseado de los autos; aquí pueden haber princesas guerreras y príncipes delicados o niñas jugando a las bolas y varones campeones en yaqui, para ellos todo cuenta.

A un lugar como esta Patria vale la pena regalarle niños, pues son ellos nuestra ruta al futuro. Sus sonrisas escandalosas y brillantes no son más que el premio a nuestro actuar, el bálsamo al final del día.

La propuesta de Fidel de celebrar el Día de los Niños cada tercer domingo de julio ya es más que tradición, constituye una de las jornadas más esperadas, divertidas y felices del verano en barrios, instituciones y demás espacios. Después de todo, son ellos los expertos en saber querer.

 

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Yenisé Pérez Ramírez
Yenisé Pérez Ramírez

Licenciada en Periodismo en la Universidad de La Habana

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