Ejercicio de aprender

Entré a un aula por primera vez a impartir una clase a los 17 años; corrían los días maravillosos del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech. Por la mañana recibíamos docencia, por la tarde la impartíamos, los alumnos tenían nuestra edad ¡Qué manera de crecer tan rápido!

Mi madre era maestra, por su voz, en Santiago de Cuba, había pasado un niño llamado Josué País García; pero enseñar no era mi vocación, sino construir barcos, tal y como me había dicho la vieja Leonor que leyó, en una vaso de agua, mi destino un Viernes Santo en un escondido batey costero.

Nada se decía en aquel vaso adivinatorio, de que era preciso dar “pasos al frente”, y de alumnos esperando por maestros a comienzos de los ’70, así que me hice maestro sin dejar de soñar con los barcos. Más de cuarenta años después, heme aquí, en el aula, rodeado de estudiantes universitarios.

Con el tiempo descubrí, que el arte de enseñar no es ajeno al perenne ejercicio de aprender, y que un aula es una experiencia de viajar con timoneles seguros y humildes. La clase es un territorio de lucidez donde la vida tiene que brotar como manantiales de la tierra, para que al fin la teoría y práctica, no anden divorciadas por las callejuelas de  bizantinas discusiones.

Si un alumno se duerme en clase, ¿para qué dar un golpe sobre la mesa? Pregúntese qué ha pasado que usted no ha podido conmoverlo y despertarlo. Aprendí que un “profe”, no lleva la verdad, sino que la comparte y la descubre con sus alumnos, por eso valen las respuestas pero también las preguntas que nos anuncien que hay una expansión del pensamiento crítico.

La clase es más que un punto donde la academia termina por mirarse siempre el ombligo, es ver más allá del contenido de un programa y desenfundar un poema de Vallejo o de Martí, una canción, un mito, una curiosidad, el origen de una palabra; es ubicar el tiempo universal en el tiempo local; y nuestro pequeño espacio, al cosmos que pertenecemos. Para eso hay que estudiar mucho, y aprender más.

Nunca cerré la puerta a un estudiante o lo expulsé del aula; porque en la memoria guardo mis días de mal estudiante con el expediente de baja académica por insuficiente rendimiento, y otra vez a repetir el octavo grado tan lejos de mi casa.

José Martí toca a la puerta de un maestro para decirle: “En cada niño vive un hombre ideal”. Hoy es más difícil formar a ese hombre ideal. Ya la escuela no es el centro de influencias pedagógicas de otros tiempos. Hay pluralidad de fuentes para formar o deformar. Por eso, preparar al hombre para la vida nos implica con la vida. ¿Cómo educar, en tiempos de lo que Zygmunt Bauman llamó modernidad líquida, donde los valores tradicionales se desvanecen en el aire?

Puedo hablarles a mis alumnos de un libro clásico, pero ellos me hablan de una serie como El Juego del Calamar, y entonces desentrañamos juntos los códigos del mundo de la imagen, de las emociones, las marcas, los memes, las redes digitales y las brújulas de la cultura para no perecer en las tormentas por falta de humanidad. Tal ejercicio no puede ser monólogo sino diálogo enriquecedor e inclusivo.

En tiempos de pandemia, las tecnologías y distancias sirvieron de puentes para unir las ventanas, pero nada como aquella mañana en que nos vimos en el aula, con mascarillas, pero con ojos llenos de esa rara felicidad que produce la palabra salida del pecho y los afectos.

Yo no quise ser maestro sino construir barcos, cruzar los mares y ser un piloto de altura. Sin embargo, un maestro es un timonel con muchas manos en el puente. Llevo las de mi madre que fue maestra de Josué, las de mi padre que solo pudo alcanzar cuarto grado pero sabía cuándo la lluvia venía; las de mis maestros perdidos en el bosque de las sillas, las de mis alumnos que me enseñan a mirar con los ojos de su tiempo.

(*) Profesor universitario y colaborador

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