Celia, no la conocí pero la recuerdo

El domingo 26 de julio de 1953 ella se había ido temprano con las hermanas para la Ruina de los Ingleses, así le llamaban a un viejo caserón abatido por el tiempo en la falda de una loma frente al batey azucarero de Pilón; al regresar a casa oyó las noticias de los sucesos del Moncada.

Por aquellos años era solo una muchacha alegre que repartía juguetes a los niños y hablaba sin prejuicios con cualquier hombre. Además, montaba a caballo sin dejar de llevar flores en el pelo.

Yo no le conocí, pero supe que había nacido en Media Luna el nueve de mayo de 1920 y pesó nueve libras; era muy traviesa y terminó tragándose un pomito de penicilina que era el biberón de las muñecas, el cual pudo devolver gracias al remedio de ipecacuana que le dio el padre.

La abuela había vivido los días del incendio de Bayamo y le contaba las historias de aquellas rebeliones y dolores. Su padre, el Dr. Manuel Sánchez Silveira, la hablaba de  Martí y los versos sencillos. Así se fue alimentando de la naturaleza, la historia, la irreverencia, la alegría y el amor a la justicia.

Miro las fotografías de los días en que llega a Pilón en 1940, ¡es linda la muchacha!, tiene una rara gracia natural y se convierte en la mano derecha de su padre. El Dr. Manuel abraza las filas del Partido Ortodoxo. Hay otra foto de Chibás, a caballo, visitando el pueblo. Muy cerca del líder está Celia.

Por eso no es extraño que al saber lo del Moncada se despertara en ella un respeto por aquellos jóvenes. Al leer La historia me absolverá comprende el sentido profundo de una posibilidad revolucionaria.

Cuando el Granma entra por los Cayuelos, a dos kilómetros de las Coloradas, ya Celia es parte de un Movimiento y redes de campesinos incorporados a la lucha. Cae prisionera en Campechuela; se escapa, atraviesa un marabuzal, 13 espinas se hunden en su cuerpo. Se recupera de fiebres y dolores, se viste de embarazada, llega a Santiago y sabe, al fin, que Fidel está vivo.

Luego la vemos, por segunda vez, en el Pico Turquino; la primera, para llevar el busto de Martí, el 21 de mayo de 1953; la segunda, el 28 de abril de 1957, ya es una mujer de la guerrilla y sin ella no se puede hablar de los días tremendos de la Sierra Maestra.

Participa en una revolución en marcha, aconseja y escucha; intenta unir la belleza, el arte con la justicia. Hizo del poder un acto de creación colectiva. Acompaña a Fidel y al pueblo. No se cansa. Todavía escribe en letra de molde. Anda con un pulmón destrozado, estudia y sonríe. Antes del mediodía del 11 de enero de 1980 su corazón se detiene y la flor perdura.

No la conocí, pero admiro la sencillez e intimidad para estar junto al dolor de la gente, y que a pesar de la fama nada pudo derrotar su humildad y cubanía.

Sobre un algarrobo tiene una casita amarilla, tal vez para sentirse parte del árbol que respeta junto a palmas, orquídeas, mantos y crotos; desde allí parte a la Sierra, a la Comandancia de la Plata y al alma de mucha gente.

Sí, al alma de mucha gente, porque a Celia
–aunque no la conocí– cuando yo andaba sin escuelas, trabajando con 12 años de ayudante de tornería en el ingenio Luis Enrique Carracedo, allá por los ’70 del pasado siglo, ella me abrió las puertas de una beca en La Habana, y la recuerdo, madrina de los desamparados.

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