Mi abuela Hilda no sabe que soy su nieta, a la que con mucho cariño llamó Caro, le cambió culeros y preparó harina de maíz; en ocasiones pregunta quién es la señora que vive junto a ella en el cuarto, desconociendo que es su hija Cecilia, mi madre, quien la cuida cuando quedan tan solo dos años para convertirse en una centenaria.
El Alzheimer, ese tipo de demencia que causa problemas con la memoria, el pensamiento y el comportamiento, cada vez más le borra los recuerdos y los rostros de personas queridas, pero en sus escasos momentos de lucidez sus frágiles y delgadas manos recorren mi rostro como reconocimiento a tanto sentimiento recíproco.
Ya no se auxilia ni del burrito para caminar, se pasa casi todo el tiempo sentada en el sillón o acostada divagando, también quejándose de los intensos dolores en las caderas y las rodillas, al tiempo que culpa al nervio ciático por tantas dolencias, al punto de impedirle retornar a su casita de Fomento, en la provincia de Sancti Spíritus.
Los años no pasan por gusto. Cada una de sus marcas en la piel representan jornadas intensas en la escogida de hojas de tabaco o detrás del fogón para mantener a la familia, desvelos por cada uno de los suyos, consejos, sonrisas, regaños y mimos, esos que todavía regala a pesar de las trampas que le pone la vida.
No importan sus resabios, olvidos ni cuántas veces tengamos que repetirle las mismas cosas, bañarle, servirle de guía…a quién mejor que a ella, nuestra “abu”, que nos ha dado tanto y luce hoy arrugas de amor y sabiduría.